Sobre mi literatura. Por Florencia del Campo.
Tras de diez años dedicándome a la escritura profesional, después de tres novelas publicadas, dos libros de poemas, otros dos libros infantiles y una novela young adults, cada vez más siento que no importan las tramas de mis historias, no importa lo que cuenten; mis narradoras son mucho más una voz que lo que dicen, son mucho más el sonido de un cuerpo (y un cuerpo) que el motivo del habla. No importa por qué gritan, lo que importa es que están gritando.
Mis novelas, todas narradas en primera persona, son una voz femenina tratando de decir algo, que siempre es del orden de lo indecible. Me fascina estar hablando de esto en un país cuya lengua no es la mía, donde la lengua materna aquí es la lengua extranjera en mí.
Mis narradoras, todas ellas, son extranjeras. Están fuera de su país, están fuera de lugar. En mi primera novela, La huésped, está en Francia. En mi segunda novela, Madre mía, está en Francia o en la India, en mi tercera novela, La versión extranjera, está en Estados Unidos. Y en todos los casos, el conflicto mayor no es con la lengua de acogida, con la lengua extranjera, que no dominan; es con la lengua materna, con la lengua natal y sus grietas. Pero, ¿realmente ese es el conflicto de mis narradoras, o es la razón de la escritura? ¿Son mis historias o es la literatura en sí la que está en esa fisura?
En la extranjeridad constitutiva de la lengua yo encuentro lo literario. O al revés: cuando hablo de la función literaria de la lengua estoy hablando necesariamente de su extranjeridad. “Nunca es eso lo que uno quiere decir / la lengua natal castra”, dijo la poeta argentina Alejandra Pizarnik.
Dicho todo esto, quiero reivindicar a gritos callados lo siguiente: me interesa producir, recibir y pensar una literatura que sea capaz de residir exiliada en lo indecible. Una literatura que desde sus historias y argumentos también, pero más aun desde su forma, pueda dar cuenta de las grietas, de los intersticios, de las fisuras por donde se cuela una lengua que habita su propio exilio, que habita en un no-lugar. No-lugar como un aeropuerto, porque es una lengua en tránsito, un estado de migración.
Todo esto ya lo dijo Deleuze: “El escritor inventa en la lengua una nueva lengua, una lengua extranjera”. Esa es, a mi entender, la única lengua posible para hablar de literatura y para escribir literatura.
Vuelvo a mis novelas: no es verdad que no importe que mis narradoras sean extranjeras, sean “el otro”, la otredad, lo extraño, pero sí es cierto que su condición de “ajenas” está mucho más vinculada a la lengua materna que a la que no hablan. A mí no me parece tan loco pensar este exilio de la madre-lengua (este extrañamiento de la madre) cuando escribí la novela Madre mía, es cierto, pero también el poemario Mis hijas ajenas. La paradoja es ser extranjero precisamente de las raíces. Y la escritura, según Clarice Lispector, existe en esa paradoja: “Al escribirlo, de nuevo la certeza solo aparentemente paradójica de que lo que hace difícil escribir es tener que usar palabras”.
La escritora argentina Sylvia Molloy, hija de madre hispanohablante y de padre angloparlante, vive en este país, en Estados Unidos, y se pregunta todo esto: “¿En cuál o más bien desde cuál de los dos idiomas se reconoce la extranjería? Y sobre todo: ¿en cuál se traba la lengua? ¿Cuándo esa extranjería es parte de uno mismo? ¿En qué lengua soy?”. Me gusta especialmente cuando habla de la falla, del error, de la lengua que se traba. Cada vez que en este país abro la boca y digo algo en inglés, me excuso y aclaro que hablo así, mal, trabado, tropezando, porque no sé inglés, porque lo hablo mal, porque no sé, no sé. Y luego, ¿acaso en castellano no me caigo?
Sí, fracasamos. Fracasamos todo el tiempo. Queremos decir y no podemos, está el indecible. La lengua madre se disuelve, ya no es mi madre (madre mía) sino una otredad sospechosa. Pero solo ahí se escribe: donde la palabra es insuficiente y fracasa. O al revés, de nuevo al revés: donde la palabra fracasa, y sucede la literatura. Esta incomodidad, este fuera-de-lugar, esta fuga y exilio, a mí me funcionan como motor para la escritura.
¿Por qué mis novelas, aunque traten de cualquier otra cosa, hablan de esto? Porque creo que cuando la literatura puede decir algo de esto es cuando acontece. Y no me refiero a que lo diga literalmente, que lo diga en la trama; me refiero a una forma de existencia, a una idea casi política de la literatura. Decir algo de esto es decir en el exilio de la posibilidad, es decir en lo imposible. Quizá eso no sea revolucionario, pero sí militante. El intelectual argentino Damián Tabarovsky dijo: “Si la literatura no se las ve con el lenguaje, entonces es cierto: no le cabe otro lugar que la academia o el mercado”. Damián Tabarovsky piensa en una “literatura de izquierdas”.
Pero no solo Deleuze, Lacan también ya dijo algo de todo esto en su famosa Lituraterre: habló de las palabras como borde y de lo literal como litoral. Lacan llevó el lenguaje al límite. Y se me viene a la mente una frase que escribí en Madre mía: “No conté el relato que habita en la fisura, en la escisión, en el borde; en la zona exacta donde se dobla el papel y no es cara ni contracara”. Me interesa esta imagen del filo del doblez, de esa zona sin superficie, para ubicar el lenguaje.
Cierro agregando una cosa más, que quizá sea decir algo menos: no sé si todo esto es verdad (“todo lo que se puede decir es mentira”, dijo Pizarnik en un verso), porque apenas es una idea sobre mi literatura, que me es extranjera, ajena.
***Discurso leído en el marco de conferencias en gira por Estados Unidos en abril de 2022.
Florencia del Campo (1982) nació en Buenos Aires, y desde el año 2013 vive en Madrid. Es Editora por la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires), donde también se formó en la carrera de Letras.
Publicó las novelas La huésped (Base Editorial, 2016), Madre mía (Caballo de Troya, 2017) y La versión extranjera (Pretextos, 2019), que fue ganadora del L Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro. En poesía publicó los libros Mis hijas ajenas, ganador del Premio La Bolsa de Pipas de Editorial Sloper, y Las casas se caen en verano (Graviola, 2022). En el año de la pandemia salió su primera novela juvenil: Soy(Editorial Barrett, 2020). Tiene, además, algunos libros infantiles publicados en España. Imparte talleres y cursos de escritura creativa en diversas instituciones públicas y privadas.
Florencia del Campo (1982) nació en Buenos Aires, y desde el año 2013 vive en Madrid. Es Editora por la Facultad de Filosofía y Letras (Universidad de Buenos Aires), donde también se formó en la carrera de Letras. Publicó las novelas La huésped (Base Editorial, 2016), Madre mía (Caballo de Troya, 2017) y La versión extranjera (Pretextos, 2019), que fue ganadora del L Premio Internacional de Novela Ciudad de Barbastro. En poesía publicó los libros Mis hijas ajenas, ganador del Premio La Bolsa de Pipas de Editorial Sloper, y Las casas se caen en verano (Graviola, 2022). En el año de la pandemia salió su primera novela juvenil: Soy(Editorial Barrett, 2020). Tiene, además, algunos libros infantiles publicados en España. Imparte talleres y cursos de escritura creativa en diversas instituciones públicas y privadas.