Los estudios transatlánticos y el cosmopolitismo literario. Por Tania Gentic

Los debates en torno al marco transatlántico. Por Tania Gentic.

Resumen: Los estudios transatlánticos son una aproximación metodológica y teórica que se puede pensar desde varios campos para ilustrar los roces transnacionales y, muchas veces, translingüísticos que forman las culturas de las geografías atlánticas. En este ensayo, resumo algunas de las vertientes principales de los estudios transatlánticos, tal como se han formado desde los locus de enunciación norteamericano, latinoamericano y peninsular, explicando su relación con el poscolonialismo, los estudios de literatura comparada y la literatura universal. Después ofrezco un posible acercamiento que no ha sido tan explorado en este campo: el cosmopolitismo y lo que podría significar la incorporación de tal concepto en los estudios transatlánticos de la literatura o el arte. Sugiero que los desvíos y accidentes diarios que, quizás paradójicamente, contribuyen a producir el cosmopolitismo cuestionan las jerarquías epistemológicas, fronteras geográficas y tradiciones nacionales que históricamente han producido este espacio tan complejo.

Los estudios transatlánticos son antes que nada un marco crítico, una aproximación metodológica y teórica que admite varias tendencias diferentes y que se puede pensar desde varios campos. Con una base en los estudios de área inaugurados después de la segunda guerra mundial como manera de fortalecer las conexiones entre Europa y Estados Unidos, poco a poco se ha expandido para incluir a Latinoamérica y África en sus entornos geográficos y aproximaciones críticas. Su intención última es ilustrar los roces transnacionales y, muchas veces, translingüísticos que forman las culturas de las geografías atlánticas, sean estas concebidas desde una perspectiva histórica o ideológica, literaria o artística, o ampliamente cultural, cuando este adjetivo se remite a las consideraciones teóricas informadas por los estudios culturales. Es decir que los estudios transatlánticos interrogan las experiencias culturales y políticas, discursos y prácticas en los que participan diariamente los sujetos que viven en el mundo atlántico. Fundamental a esta perspectiva es el reconocimiento de los flujos, circulaciones y movimientos de ideas, personas y materiales que transitan ese espacio. Pensar el movimiento como unidireccional o inclusive bidireccional es reductivo: más vale tomar en cuenta la noción del rizoma propuesta por Gilles Deleuze y Félix Guattari, concepto que se desvía de la idea de la raíz y se presta a la mutación constante. El concepto de la errancia propuesta por Édouard Glissant en su manera de pensar el Caribe es parecido en su énfasis en las routes (rutas) en vez de las roots (raíces). Desde la globalización incipiente que se produce en los primeros viajes marítimos de 1492 hasta la tecnología globalizada de hoy día, los cruces de culturas y las redes muchas veces efímeras que estos producen, señalan los límites del modelo de la nación como comunidad cerrada y llaman atención a la importancia de la migración, el viaje y la traducción, tanto en la vida diaria como en el trabajo académico. En lo que sigue, propongo resumir algunas de las vertientes principales de los estudios transatlánticos, tal como se han formado desde los locus de enunciación norteamericano, latinoamericano y peninsular; y después explorar un posible acercamiento que no ha sido tan explorado en este campo: el cosmopolitismo y lo que podría significar la incorporación de tal concepto en los estudios transatlánticos de la literatura o el arte.

Un problema que cualquier académico tiene que enfrentar al embarcarse en un proyecto transatlántico es cómo definir no solo el área geográfica y lingüística que quiere trabajar, sino también la aproximación teórica que quiere tomar al estudiar la zona determinada. Dado que los estudios transnacionales en cualquier contexto, atlántico o no, siempre van a reflejar el conocimiento lingüístico y disciplinario de quien los realiza (y los límites que tal conocimiento le proporciona a esa persona), son pocos los que realmente abarcan toda el área definida por la cuenca atlántica, a pesar de que uno de los aspectos más aceptados respecto a los estudios transatlánticos se remite a una idea que hace Paul Gilroy en su texto The Black Atlantic: Modernity and Double Consciousness (1993) cuando aboga por considerar al espacio como “one single, complex unit of analysis” (una unidad de análisis singular y compleja) (15). Al mismo tiempo, la obra de Gilroy es clave porque, al basar su aproximación en la idea de una conciencia doble experimentada por la comunidad afroatlántica que surge de la experiencia del trato transatlántico de los esclavos, señala la existencia de otra manera de pensar y de ser que la europea. Este tema todavía requiere mucho más trabajo en el campo hispano, en particular en lo que concierne al papel de la comunidad africana en los estudios peninsulares, aunque Joseba Gabilondo ya ha establecido la conexión entre las ideas de Gilroy y el concepto de un Atlántico Hispano que propone como otra manera de mapear y pensar esta geografía1. Desde una perspectiva historiográfica, David Armitage ha argumentado que hay varias aproximaciones geográficas posibles para acercarse a la zona —aproximaciones que él denomina como circunatlántica, transatlántica o cisatlántica. La circunatlántica es transnacional, concibiendo todas las geografías del mundo atlántico como parte de un sistema más amplio, una idea del espacio que parece apoyar la sugerencia de Gilroy de tratar el Atlántico como una unidad singular y compleja, y que se presta especialmente a la época antes de la consolidación de la nación-estado como organización geopolítica dominante. La transatlántica, cuyo término se asocia con la palabra “internacional”, desarrollada alrededor del mismo tiempo en el siglo XVIII, supone una concentración en las costas y las relaciones entre ellas, tomando en cuenta las varias naciones y estados que forman el mundo circunatlántico y las comparaciones que uno puede hacer entre ellas. Por último, la perspectiva cisatlántica presume estudiar una localidad particular a través de sus conexiones con el mundo atlántico, no concentrándose solo en ciudades sino también en islas, penínsulas o archipiélagos más extensas como manera de entender bien cómo el sistema atlántico ha contribuido a la formación de la cultura en un lugar dado. Estas tres maneras de pensar el mundo atlántico se pueden informar mutuamente. El término que más se usa al hablar sobre este tipo de análisis en los estudios de la literatura es “transatlántico”, quizás por el aspecto comparativo que, según Armitage, define esa idea, ya que la comparación pretende partir desde el reconocimiento de la diferencia entre las varias tradiciones que se analizan juntas; volveré a esta idea abajo.

Es importante notar que, en cualquiera de las aproximaciones descritas arriba, lejos de suponer un enfoque solo en las zonas costeras de los cuatro continentes que forman la cuenca atlántica, las conexiones que uno examina transatlánticamente se desbordan de las fronteras de los imperios o estados que controlan estas zonas. Los flujos transpacíficos o de otra forma transoceánicos también se conectan con lo atlántico. Uno sólo tiene que pensar en las Filipinas, cuyo escritor nacional más conocido, José Rizal, en un momento dado fue nombrado por el mexicano Leopoldo Zea un “héroe que con todo derecho podemos llamar hispanoamericano” para entender cómo el legado del imperialismo español puede construir cartografías distintas a las geográficas (xxx). En la península ibérica, lo mediterráneo también confluye con la cultura transatlántica, en particular cuando uno considera el papel que juega el nacionalismo en construir las identidades culturales diferentes de España. Cuando la cultura catalana es presentada como reflejo de una geografía mediterránea que la distingue de la cultura española, al mismo tiempo que ciertas fuentes de riqueza catalana se pueden trazar a su pasado colonial en las Américas, la simultánea confluencia de, y choque entre, estos dos imaginarios geográficos oceánicos es evidente. Por su parte, Ricardo Padrón ha ilustrado que las creencias e ideologías que informaron los conceptos cartográficos tempranos del espacio atlántico revelan cómo lo geográfico siempre dialoga con los debates disciplinarios2. El estudioso de la cultura atlántica contemporánea tiene que pensar sobre cómo la (in)migración, las relaciones económicas transnacionales, y la circulación de ideas estéticas o filosóficas nos permiten repensar el modelo decimonónico de la nación3. Inclusive dentro de la perspectiva que se enfoca en el imperio como marco político o ideológico, como es natural dada la historia del espacio, la geografía dispersa de los territorios implicados —los urbanos y conectados con otros espacios; los aislados y rurales que no; las carreteras, ríos navegables y otras rutas poco o muy transitadas que sirven para unir estos espacios—, así como la multiplicidad de culturas que coinciden en el espacio al mismo tiempo, ilustran la dificultad de concebirlo desde una perspectiva disciplinaria homogénea.

En un principio, de hecho, pensando específicamente en lo que se denominaría el Atlántico Hispano, Julio Ortega definió el campo como “post-teórico”, una manera de sobrepasar la tendencia de las últimas décadas del siglo XX en la academia norteamericana de recaer en debates disciplinarios y por lo tanto ignorar la realidad social de los objetos de estudio que no suelen, en su uso diario, limitarse a tales aproximaciones críticas4. Pero Abril Trigo pronto hizo la corrección de que no se debe confundir la idea de Ortega de lo post-teórico con lo ateórico, como si el marco de la geografía o la historia no llevara consigo ciertas suposiciones ideológicas o epistemológicas que podrían ser debatidas. Inclusive la misma idea de lo transatlántico refleja una metodología que proviene de un debate teórico entre historiadores de la escuela Anales, en la que Fernand Braudel propuso concebir la historia como de longue durée. Esta aproximación respondió a la tendencia anterior de pensar la historia en términos de individuos poderosos y sucesos históricos vistos como eventos de ruptura; fue el acercamiento al Mediterráneo como geografía multicultural y de larga duración lo que luego se prestó al campo transatlántico para fortalecer el análisis intercultural del espacio. Esta perspectiva también llamó la atención al papel del pueblo y la sociedad de forma antes no pensada. Para los que conocen la literatura española, en cierto sentido se podría argumentar que se asemejan estas cuestiones a las que planteó Unamuno en su ensayo “En torno al casticismo,” excepto que Braudel abogaba por pensar sobre la geografía extensa y transnacional de todo el Mediterráneo como manera de disminuir el impacto historiográfico que se daba a ciertos eventos en el estudio de un lugar dado. En tiempos recientes, la académica norteamericana Wai Chee Dimock ha propuesto algo parecido. Enfocándose en los estudios literarios, ha sugerido que se debe pensar en términos del “tiempo profundo” (“deep time”). Según ella, pensar la cultura a través de la larga historia occidental o global, señala que el imperialismo norteamericano, británico o, podríamos añadir, español, es efímero y por lo tanto no tiene que ser el marco dominante para entender nuestros objetos de estudio. Leyendo las referencias a la antigüedad en obras de literatura contemporáneas, por ejemplo, sostiene que las superficies históricas que tomamos como planas realmente no lo son. Al considerar la escala de la perspectiva, al moverse desde lo más lejano hacia lo más cercano, desde lo más antiguo hacia lo más reciente, dice, se notan las imperfecciones y momentos de tensión que podrían arrojar luz sobre el aspecto construido de nuestra lectura histórica de un espacio (multi)cultural. Aunque ella se enfoca en obras de literatura canónicas, añadiría yo que la misma perspectiva se puede aplicar al análisis de otros textos —revistas, periódicos, bitácoras, medios sociales— así como de obras de arte, canciones, o los objetos mismos —fotografías, prendas de ropa, máquinas, souvenirs, por nombrar algunos— que circulan entre las culturas atlánticas diariamente y que reflejan este constante movimiento temporal de imaginarios culturales caleidoscópicos que integran tanto historias de longue duree como referencias al presente.

Al partir desde la idea de un movimiento constante facilitado por una apreciación de estas escalas de distancia y tiempo, el crítico no sólo puede iluminar nuevas conexiones antes no pensadas entre culturas y contextos a veces radicalmente diferentes, también puede desarticular varios andamiajes conceptuales que todavía dominan nuestras disciplinas. Si una cosa es cuestionar la nación desde una perspectiva que vuelve a lo clásico para señalar lo efímero, como hace Dimock, otra es reconocer las diferencias del saber y las realidades históricas y políticas en las que se viven estas diferencias en las zonas de contacto entre Europa, Estados Unidos y las variadas culturas latinoamericanas y africanas. El tiempo profundo de Dimock, por ejemplo, no representa la misma profundidad expuesta por el intelectual Guillermo Bonfil Batalla, quien ve en México una escisión entre el México imaginario inscrito en los procesos de “civilización” occidentalista y la realidad vivida de las comunidades indígenas, cuyas culturas, aunque omnipresentes en grupos sociales que no son reconocidos por la cultura mexicana dominante, representan una profundidad histórica que va más allá de la época que podemos definir como transatlántica. La profundidad no es solo histórica; es una manera de reconocer que ciertas maneras de vivir —ritos, comidas, estructuras sociales, creencias, etc.— se han quedado totalmente desapercibidas por los que piensan la cultura mexicana a través de una perspectiva histórica letrada informada por el europeísmo importado a través del Atlántico. Néstor García Canclini ofrece otra manera de pensar estas relaciones, concentrándose en la idea de la hibridez, un concepto espacializado de modernidad y premodernidad que evita pensar el tiempo en términos europeos de progreso y desarrollo. La dificultad de pensar el espacio sin recaer en conceptos históricos cronológicos se nota muchas veces en los campos de la literatura comparada y la llamada literatura universal (en inglés World Literature). A pesar de su intento de abarcar más de una tradición nacional al mismo tiempo, muchas veces dejan fuera, o rescriben en los propios modos binarios de pensar norteatlánticos/occidentales, las teorías, obras y cosmogonías que resisten a lo occidental o, en muchos casos, especialmente en la época antes de la globalización, simplemente no participan en ello.

Como Gayatri Spivak ha indicado en su análisis de la literatura comparada, inclusive la idea de la comparación es problemática, puesto que para realizarla uno tiene que instalarse en cierta posición respecto a los objetos de estudio, así corriendo el riesgo de leer mal al que no es del “aquí” del investigador, convirtiendo lo que es invisibilizado por su misma diferencia de la norma en una muestra simplemente de lo “otro”. Y, claro está, este problema entra directamente en las discusiones sobre el lugar de enunciación y la crítica poscolonial que han surgido al pensar la posibilidad de traer una metodología transatlántica al mundo ibero o hispano. Si desde el contexto norte atlántico es, quizás, más fácil concebir los cruces entre lo europeo y lo americano desde una perspectiva filosófica e ideológica compartida, como hace Paul Giles en su libro sobre las “Américas virtuales”, el desbalance de poder desde el que se construyeron las naciones latinoamericanas en el siglo XIX impide que España y Latinoamérica se comparen igualmente de forma tan sencilla5. En el contexto africano, la particularidad de las tradiciones bubi y fang en la Guinea Ecuatorial, por no mencionar el aislamiento político y la dictadura brutal que vinieron después de la independencia de ese país, complican aún más la posibilidad de realizar una lectura de equivalencia entre España, Latinoamérica y la África hispana, a pesar de que todos los países hispanos en esos continentes comparten una lengua oficial y una historia informada por el colonialismo y el imperialismo.

Poscolonialismo y el sur global

Para los que se concentran en el Atlántico Hispano o Iberoamericano, entonces, por necesidad se adviene una discusión que ya estaba en proceso en y desde Latinoamérica cuando el concepto de los estudios transatlánticos comenzó a formarse en el norte. Dado el fuerte impacto que el poscolonialismo ha tenido sobre las actividades intelectuales en América Latina, ha habido quienes han considerado los estudios transatlánticos como otra muestra del imperialismo Occidental porque propone hacer el trabajo comparado que los poscolonialistas ya hacen sobre la colonia y la metrópoli, rebautizándolo con otro nombre y muchas veces no tomando en cuenta las disparidades que el poscolonialismo reconoce. Clave a esta crítica es el concepto del locus de enunciación, que postula que todo sujeto habla desde cierta formación ideológica que refleja su nivel de inscripción (o no) en los discursos hegemónicos. Como Ángel Rama, hablando sobre Latinoamérica, sostuvo hace cuatro décadas ya, desde la conquista siempre ha habido una clase de intelectuales letrados que perpetúan las relaciones coloniales de poder en sus propias sociedades, utilizando la política y las ideas europeizantes de “la civilización” y “la cultura” (por no mencionar la violencia) para sostener un sistema económico y epistemológico importado desde Europa. Al mismo tiempo, ha coincidido con estos sistemas una situación cotidiana paralela a la descrita por Frantz Fanon en su interrogación de la negritud, en la que los sujetos no criollos, los de clase baja, las mujeres, o los de razas no blancas no han podido reconocerse en los modelos producidos por esta clase letrada, modelada en los antepasados europeos. Teniendo en cuenta esta posición subjetiva, los estudios poscoloniales critican las maneras en las cuales los discursos hegemónicos de raza, clase, identidad y poder han formado tanto al mundo colonial como al mundo moderno. Dado que en algunas acepciones los estudios transatlánticos escritos desde el norte o el oeste no toman en cuenta esta problemática, el campo no ha tenido tanta acogida desde Latinoamérica como ha tenido en el norte.

Pero los estudios transatlánticos todavía podrían contribuir mucho al análisis comparado de las Américas con Europa y África precisamente si los que toman esta perspectiva lo hacen reconociendo los problemas que el poscolonialismo ha discutido y buscando, al mismo tiempo, comparaciones que van más allá del mundo hispano, saliendo del modelo de España como madre patria de América Latina y reconociendo en la vida diaria las muchas migraciones, movimientos y transculturalidades que ocurren entre lo hispano y otras lenguas y culturas. Comparando las prácticas locales y las ideologías nacionales en un lugar, con los mismos procesos ocurriendo en otros lugares, al mismo tiempo que uno piensa sobre la manera en la cual ciertos discursos globalizado(re)s sirven para obviar las diferencias implícitas en las localidades, por ejemplo, se realiza un constante cambio de escalas que empuja al investigador a pensar la simultaneidad no como algo solo temporal, sino epistemológico.

Al hacer de la simultaneidad un marco para pensar un espacio, se recalca la necesidad de desestabilizar la manera binaria de pensar el ser y el otro, el sujeto y el objeto; varios críticos escribiendo desde Latinoamérica han sugerido, de hecho, que tal binarismo fue informado y consolidado por la violencia epistémica llevada a cabo por la filosofía occidental que informaba, y fue informada por, las estructuras de poder que llevaron a cabo la conquista y el sistema colonial posterior6. Habría que considerar, entonces, no solo la tendencia histórica de borrar o cooptar el papel de los indígenas americanos o africanos precoloniales en la representación normativa de la historia, sino los intentos contemporáneos de pensar lo indígena como algo del pasado. Denunciando este gesto como un ejemplo de la continuada presencia del colonialismo en la época contemporánea, Silvia Rivera Cusicanqui ha demostrado que las comunidades indígenas de hoy día participan en la producción de la modernidad, aunque a veces en una manera distinta de la normativa hegemónica7.

Junto con este reconocimiento hay que repensar la tendencia entre algunos intelectuales de ignorar por completo el impacto del colonialismo sobre el desarrollo de las culturas y especialmente las filosofías europeas en la época después de 1492: como Enrique Dussel, entre otros, ha demostrado, la tradición filosófica considerada europea solo se articula desde la conquista y, por lo tanto, no es propiamente europea, sino más bien transatlántica8. Todo lo que implica el colonialismo no solo en las Américas, África o el subcontinente indio, sino en las mismas metrópolis que eran las fuentes de poder, añade otro elemento crítico a las consideraciones que abarcan —o deberían abarcar— los estudios transatlánticos en todos los lugares atlánticos después de 1492. Como demuestra Achille Mbembe, por ejemplo, la organización legal y filosófica producida por la Ilustración veía la vida de un esclavo en una plantación o colonia lejana como desechable, al mismo tiempo que se justificaba el derecho del estado de matar al otro en nombre de la preservación de la vida del sujeto (el mismo) en el continente. Así la organización de la economía colonial implicaba una organización también geográfica y epistemológica, con consecuencias ideológicas que se ven hoy día hasta en discusiones locales en España, y no sólo en Chile o Bolivia, por ejemplo, sobre la precariedad de la vida y la desigualdad. Al mismo tiempo, hay que reconocer que la dominación de esta ideología no borra por sí sola la existencia de otras maneras de pensar y actuar. Desde la piratería marítima hasta la piratería de música, es posible encontrar transculturaciones y mutaciones constantes que revelan la tensión y condición efímera del imperio o la nación-estado, mientras todavía se parte desde la idea de que, por su misma violencia histórica, el imperio, y luego la nación-estado y la globalización, proveen el marco dominante en la manera letrada de tratar —y entender— al sujeto.

Con esta desigualdad en mente, han surgido otros movimientos que intentan tomar en cuenta no solo la experiencia hispana transatlántica, sino también la de África e India bajo la rúbrica del Sur Global (“Global South”) —una aproximación hemisférica que parte desde el concepto del desarrollo para dar voz a las experiencias de los que han sido víctimas de la globalización, especialmente en lugares no europeos o norteamericanos. Estudios de este tipo se consideran “posglobales” en vez de poscoloniales y buscan promover la agencia de los pueblos marginalizados para combatir el problema de “la tierra plana” que todavía define la manera en la cual los que estudian la globalización suelen ignorar las creencias, detalles locales y voces de las poblaciones que viven en una geografía sureña variada. En esta área es notable la circulación de ideas sur-sur entre comunidades indígenas o afrodescendientes que no operan solo a través de la literatura, el arte u otros espacios intelectuales, sino a través de la intervención de ONGs, programas gubernamentales —algunos provenientes de Europa o Estados Unidos— y grupos locales autoformados.

En el estudio de la literatura y la cultura, entonces, hay que tomar en cuenta estas realidades en el momento de considerar la multiplicidad de tradiciones que muchas veces surgen dentro de los textos, o cuando se realiza un estudio comparado que intenta leer juntos a autores/artistas de diferentes lugares. Como he sugerido en otra publicación, una atención a lo diario puede efectuar estos cambios de escala tan importantes para entender los momentos de agencia de los sujetos marginados que ocurren inclusive bajo regímenes hegemónicos9. Leer lo diario como simultáneamente local, nacional y transatlántico cuestiona el poder epistemológico de los sistemas hegemónicos porque enfatiza la cotidianeidad de las relaciones transatlánticas en todo, desde la prensa y los medios sociales hasta la compra de productos foráneos y la emisión radiofónica de música no local.

En juego está la acumulación de perspectivas y experiencias que produce una suerte de entendimiento palimpséstico del espacio, así quitándole el aspecto oposicional entre la hegemonía y la otredad. Si se consideran juntas las relaciones entre los imperios de España, Inglaterra, Portugal, Francia, Bélgica y demás, y las realidades locales de los pueblos diversos colonizados por estos, más las diásporas producidas tanto por la expulsión de los judíos de España como por el trato transatlántico de esclavos (entre otros movimientos migratorios y forzados), se nota la multiplicidad translingüística, transnacional, transcultural que es la base de la realidad histórico-social de la vida diaria en los primeros siglos después de la conquista. Y al tener esto en cuenta al estudiar épocas más recientes, por necesidad se cuestionan los límites territoriales y disciplinarios de los estudios que se enfocan en la nación, el imperio, cierta categoría filosófica o cierto movimiento artístico o literario como productos definidos por su inscripción en una tradición cerrada. Al mismo tiempo, en los cruces que definen el mundo atlántico moderno se ven las muchas maneras en las cuales la idea de la modernidad —económica, estilística, literaria o artística— junto con los conceptos políticos de desarrollo o progreso, dependen de una tradición filosófica (muchas veces racionalista) europea de pensar al sujeto, la comunidad y el arte como homogéneo en espacio y tiempo, inclusive cuando las prácticas diarias podrían ser muy distintas y no comprendidas por estos modos de pensar.

Reconocer esto ya problematiza muchas de las categorías que se usan para realizar el trabajo comparativo. En años recientes, un concepto que ha estado de moda en ciertos círculos de estudios literarios es el cosmopolitismo. El término suele usarse para explicar las intersecciones que unen a los escritores de los centros occidentales y los que escriben desde otras geografías menos desarrolladas según la norma anglo-europeo. Hace dos décadas Carlos J. Alonso describió en su libro The Burden of Modernity el impacto que un modelo siempre diferido, siempre alejado, de la modernidad ha tenido sobre los intelectuales latinoamericanos después de la independencia, quienes miraban hacia Europa y Estados Unidos para definirse; unos años antes, Mary Louise Pratt, en Ojos Imperiales, problematizó un fenómeno parecido en la producción de literatura sobre el otro escrito por europeos y luego asimilado por latinoamericanos o africanos en su propia manera de verse. Pero en años recientes, otras aproximaciones centradas en un concepto de World Literature (literatura universal) han intentado concebir el mundo literario como un ente global cuyos fundamentos también son una idea de la modernidad que siempre está lejos del margen. Pascale Casanova, por ejemplo, piensa la literatura universal como una “república de letras,” en la que el centro siempre está en París. Según ella, es el deseo por lo moderno lo que lleva a escritores como Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Rubén Darío y Juan Benet, entre otros, a transformar su escritura, a ir más allá de la tradición nacional, midiéndose según “el meridiano de Greenwich literario” que es París en un “espacio literario global” (“world literary space”) que provee la autonomía que es imposible dentro del esquema nacional: “In other words, the writers who seek greater freedom for their work are those who know the laws of world literary space and who make use of them in trying to subvert the dominant norms of their respective national fields” (109). En este modelo, “Literatura” con mayúscula solo pertenece a ese entorno global, en rivalidad con lo nacional, y los escritores que provienen de zonas colonizadas, o de otra manera consideradas no europeas (como puede ser el caso de España con respecto a Francia, Inglaterra o Alemania) reflejan el fracaso de sus propias tradiciones y son definidas por literatos en otros lugares. Así las tradiciones hispánicas, francófonas o demás se entienden como una continuación de las jerarquías del pasado. Es más, al establecer este binarismo entre modernidad y nación (no europea), Casanova ignora la variedad de lenguas y tradiciones otras que podrían ayudar a repensar el dominio de una sola tradición nacional o europea sobre un lugar. Los debates sobre cómo definir la literatura catalana en España son un ejemplo de las tensiones y acumulaciones en un espacio atlántico -mediterráneo- nacional local; otro es el caso de la literatura chicana en Estados Unidos, con las cargas identitarias que son reflejadas en el uso de Spanglish para comunicar una experiencia en desacuerdo con el patrimonio tanto nacional como universal.

Hacia otros cosmopolitismos

En un intento de corregir esta tendencia de condenar a lo no europeo a la otredad, Mariano Siskind ha abogado por pensar el cosmopolitismo de escritores latinoamericanos como una estrategia literaria que utiliza el “deseo de mundo” para hablar desde la periferia e inscribirse en la literatura universal concebida como “el mundo” al mismo tiempo que la cuestiona (2, 7). O sea que convierte la otredad en estrategia estética porque así puede nivelar el campo de una tradición universal que suele olvidar incluir a Latinoamérica (un problema que se ve igualmente en el campo de la literatura comparada y en los mismos estudios poscoloniales y subalternos escritos desde fuera de Latinoamérica que suelen mencionar el caso latinoamericano solo de paso)10. Pero un problema que viene con esta aproximación de Siskind es que, al convertir la marginalidad en función estética, se repite el gesto de privilegiar el campo de ciertos letrados familiarizados con los discursos europeos sobre los de los sujetos y pueblos que quizás no han leído el canon europeo aunque viven en los espacios del mundo atlántico diariamente. Si consideramos esta perspectiva desde los estudios transatlánticos se ve que el cosmopolitismo estético que Siskind ha usado como marco no se abre hacia otra organización del conocimiento. Más bien sobrepone sobre el espacio global unos conceptos hemisféricos que siempre vuelven a ser, como señaló Walter Mignolo hace décadas ya, no más ideas de lo que son Latinoamérica, Europa o Estados Unidos. O sea que son las representaciones letradas, epistemológicamente informadas por la filosofía europea-transatlántica, sobre lo que son ciertos lugares, y no los detalles diarios de los lugares mismos, lo que informan las comparaciones literarias. Alejándose de la política diaria al participar principalmente en discursos académicos, la producción letrada académica del cosmopolitismo sigue pensando los espacios del mundo atlántico en términos binarios de la hegemonía y la otredad.

Dejando de lado el eurocentrismo necesario para sugerir que París es el centro del mundo para los escritores de todos los rincones del mundo, o que los latinoamericanos se insertan en la Literatura al utilizar su marginalidad como estrategia —ideas que ignoran los límites lingüísticos, de mercado o de gusto personal que podrían influir sobre la producción escrita en diferentes áreas— surgen otros problemas con este modelo en el mundo atlántico11. Por un lado, el cosmopolitismo supone que la idea de la Literatura, o Gusto, o Autonomía, o Belleza —todas categorías escritas con mayúscula— considera los referentes europeos, específicamente franceses decimonónicos, como normas en conflicto con los deseos (geográficamente generalizados) de España o África o el Caribe o las Américas. Esto no solo vuelve a imponer el modelo centro-periferia sobre un espacio que más bien se define por el movimiento y el flujo, sino que también sigue concibiendo a la tradición nacional como algo cerrado, en oposición antagónica a lo moderno o lo cosmopolita.

Pero la estética, el pensamiento, el estilo no tienen que reflejar o una inscripción en los modelos dominantes que ejercen un poder de influencia desde arriba sobre todo lo demás, o una resistencia (pos)colonial de ellos. Si se considera al cosmopolitismo más bien como un desvío, un aside, un detallismo formado por los hechos diarios que, casi al azar, abren la vida local hacia ciertos objetos, artistas, escritores, o políticas que participan, a veces sin pensarlo, en unas redes fluidas inesperadas que pueden tener efectos culturales translocales antes no vistos, se quita el deseo por la agencia y la influencia que tanto ha informado estos intentos de entender las relaciones transatlánticas en movimientos literarios o artísticos. Si el crítico se concentra en las confluencias casuales y fortuitas que pueden ocurrir inclusive cuando los sistemas de poder parecen controlarlo todo, se podría cuestionar las grandes narrativas de otra manera. Sin ignorar todas las influencias ideológicas, epistemológicas, culturales y lingüísticas que están en juego en un encuentro transatlántico, uno puede pensar en la cotidianeidad del cosmopolitismo como manera de desproveer a lo hegemónico del poder único que suele tener cuando un análisis privilegia tanto el concepto del poder jerárquico como a los que tienen el derecho y poder de usarlo.

Tomo como ejemplo un trabajo presentado por el académico Peter Hulme en marzo del 2019 en un congreso en Washington, DC. Trazó una serie de viajes, traducciones, conexiones empresariales y amistades entre el poeta norteamericano William Carlos Williams, Juan Ramón Jiménez y un grupo de poetas latinoamericanos —hoy en día todos prácticamente olvidados en el norte, con excepción de Rubén Darío y José Asunción de Silva— que, quizás sin querer, ayudó a producir un desarrollo importante en el Modernism norteamericano. Aunque por espacio no puedo entrar en todos los detalles aquí, resumo al decir que Hulme postula que es posible que fuera el padre de William Carlos Williams, un hombre inglés que viajaba con frecuencia desde Estados Unidos al Caribe por trabajo, quien realizó la traducción al inglés de la poesía de varios poetas hispanoamericanos incluidos en un número de una revista modernista editada en Estados Unidos por su hijo y dedicado a Hispanoamérica. Juan Ramón Jiménez y Rubén Darío estaban en Nueva York en la misma época, y quizás por eso Williams se interesó en el tema. No siendo literato, sugiere Hulme, el padre hizo traducciones que no incluyeron las convenciones poéticas angloamericanas del momento (el uso de mayúsculas al comienzo de los versos, la búsqueda de sinónimos “bellos”, la rima), y así fue un desvío accidental de las normas literarias, realizado por un hombre de negocios, lo que quizás hizo que estos poetas participaran en un cambio estilístico que en parte define el supuesto aspecto revolucionario del Modernism anglo. Este cosmopolitismo hipotético llama atención a la importancia del momento, de lo local, de lo translingüístico y transatlántico que pueden confluir en el contacto diario entre varias personas, objetos y culturas, sin querer. Al pensar esta confluencia como algo cotidiano que suele ser olvidado por las grandes historias literarias, podemos cuestionar nuestras suposiciones acerca de la causalidad y la idea de la influencia —y su inverso, la resistencia— como modo de pensar la literatura o el arte en un contexto transcultural, translingüístico y transnacional.

Es difícil enseñar y escribir sobre temas que por su naturaleza son interdisciplinarios y comparativos en una academia que sigue siendo regida por una división de trabajo en la que la mayoría de los historiadores de arte, críticos de literatura o intérpretes sociales se encaja en una categoría de conocimiento definida por cierta área geográfica, periodo temporal o lengua de especialización, por no mencionar los debates metodológicos internos a estas disciplinas. Si bien tales divisiones reflejan los horizontes del saber cuya intención es preservar la especialización y prevenir el diletantismo, reforzar cierto locus de enunciación muchas veces tiene el efecto de dividir a los que se dedican al estudio de espacios y tradiciones que no son tan cerrados como pensamos. La historia, la literatura, y la cultura son palimpsestos de experiencias diarias en diálogo con el pasado y con lo lejano al mismo tiempo que con lo local y lo presente; sin demandar que sea mimético o que siga las normas falsas del realismo, pero sí esperando que el trabajo académico tome en cuenta la proliferación de cruces que producen un objeto cultural en un momento particular, un trabajo transatlántico debería por lo menos intentar reflejar esto.

***Texto original: Gentic, Tania. “Los estudios transatlánticos y el cosmopolitismo literario.” Teorías contemporáneas del arte y la literatura. Ed. Leopoldo La Rubia de Prado, Nemesio G.-C. Puy y Francisco LaRubia-Prado. Madrid: Editorial Tecnos, 2021. 629-46.

Tania Gentic es Profesora Asociada del Departamento de Español y Portugués y del programa de Literatura Comparada en Georgetown University. Se especializa en la literatura, cultura e historia del mundo iberoatlántico, con un enfoque en la crónica periodística, los medios de comunicación y los estudios de sonido. Es autora de The Everyday Atlantic: Time, Knowledge, and Subjectivity in the Twentieth-Century Iberian and Latin American Newspaper Chronicle (SUNY 2013) y editora de dos volúmenes: Technology, Literature, and Digital Culture in Latin America: Mediatized Sensibilities in a Globalized Era (Routledge 2016), con Matthew Bush, e Imperialism and the Wider Atlantic: Essays on the Literature, Politics, and Aesthetics of Transatlantic Cultures (Palgrave MacMillan 2017), con Francisco LaRubia-Prado. Actualmente está terminando un libro sobre la cultura y la política del sonido en Barcelona.

Biobliografía crítica

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Notas

  1. Lisa Surwilllo ha hecho un trabajo interesante aquí. Y en el campo de los estudios sur-sur, que explico más abajo, es ilustrativo el libro de Matory.
  2. El concepto del espacio propuesto por Henri Lefebvre es clave para el trabajo de Padrón. También se puede consultar la obra de Merediz y Gerassi-Navarro para más discusión sobre el espacio y las relaciones entre los estudios peninsulares y los latinoamericanos.
  3. Véase la obra de Blum.
  4. Sobre el Atlántico Hispano y su relación con el Atlántico Negro, véase Gabilondo.
  5. En breve, Giles argumenta que la formación de Estados Unidos e Inglaterra en cada lado del Atlántico en el siglo XIX se refleja mutuamente en la de su anterior enemigo, aproximación que se asemeja al concepto del hispanismo que fue usado para unir la vida intelectual de España y Latinoamérica a finales del siglo XIX. Pero estas lecturas, que proponen un vínculo basado en la tradición o la historia compartida, no toman en cuenta todas las tensiones que pueden surgir en esta relación como resultado de la experiencia colonial.
  6. Véase las obras de Quijano, Escobar y Mignolo.
  7. Sé que al hablar sobre “lo indígena”, “lo africano” o “lo europeo” en este ensayo estoy generalizando en una manera que ejerce la misma operación de abstracción contra la cual sugiero que deberían funcionar los estudios transatlánticos; pero lo hago por razones de espacio y para señalar que éste es un problema que va más allá de cualquier cultura atlántica particular.
  8. Sobre un fenómeno parecido en el espacio transpacífico, véase la obra de Ann Stoler.
  9. Véase The Everyday Atlantic.
  10. Véase la obra de Coronil.
  11. Como Silvia Rivera Cusicanqui señala al hablar sobre la cooptación del saber que require que los intelectales citen a ciertos antepasados más reconocidos para autorizarse, “I was not at fault if in 1983 [Aníbal] Quijano had not read us—we had read him—and that my idea about internal colonialism in terms of knowledge-power had come from a trajectory of thought that was entirely my own and had been illuminated by other readings” (103).

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