La noche interminable de Villa Crespo. Por María Teresa Andruetto

La noche interminable de Villa Crespo. Por María Teresa Andruetto

Para Alberto

Aún pareció que podríamos abrirnos paso entre el gentío, que en un momento estaríamos juntos. Tan inevitable, sin embargo, como que seguiríamos nuestro camino. Y eso hicimos.

Alice Munro

Uno.

Se habían puesto de novios en los tiempos en que las chicas usaban hots pants y los muchachos pantalones de una tela con pelusa que se llamaba piel de durazno, pantalones con botamanga ancha, tiro bajo y un bolsillito detrás; lo usaban los varones, pero eran más bien femeninos, tan apretados que la primera vez que él fue a la casa de Barrio Iponá donde ella vivía con sus padres, apenas se sentó en el sofá de la sala, el pantalón se le abrió de arriba abajo. La madre de la chica le pidió que se lo sacara, que le daba una bata para que se cubriera mientras le cosía lo roto, pero él no quiso, por nada del mundo; muerto de vergüenza pidió hilo y aguja y se encerró en un cuarto a coser.

Eso le gustó a la madre de Ada.

Ada era hija de judíos por ambas partes, y aunque no hablaba mucho de eso, su abuela había muerto en Buchenwald. Él se había criado en el campo, ordeñando vacas y yendo a la escuela a caballo; para hacer el secundario había vivido en una pensión en el pueblo y ahora se costeaba los estudios haciendo de mozo en un restorán.

Ella estudiaba medicina y sus padres, encargados de una panadería, estaban contentos con la relación. No era un gran partido el muchacho, pero quería a la hija, era respetuoso sin aspavientos, un hijo de piamonteses con costumbres parecidas a las de una modesta familia judía, tan parecidas esas costumbres que, como decían con sorna muchos, donde estaban los unos no hacían falta los otros. De jueves a domingos, trabajaba en el restorán, de modo que Ada lo acompañaba, se sentaba con sus libros a un costado del salón y él le servía la cena, lo que ella quisiera, como si se tratara de una clienta. Una chica delgada, de pelo oscuro y la piel blanca, pálida como la manteca, con unos ojos negros, muy vivaces, sentada en un rincón de aquel sitio muy a la moda. Una chica sola, en un restorán al que iban matrimonios de mediana edad y fanáticos del automovilismo.

El muchacho vivía con otros cinco en una casa, cerca de la universidad y -eso no le había dicho a Ada-, imprimía panfletos para la organización en la que militaba. Casi no tenía secretos de otro orden para con ella, pero sobre este punto no le había dicho una palabra porque a ella no le interesaba la política y era probable que a los padres de ella tampoco les gustara, no les gustara ni un poquito, porque cargaban todavía con el peso de haber tomado partido dos generaciones atrás, cuando la abuela de Ada trabajaba en una fábrica, delegada y judía, en Núremberg, qué ocurrencia. En fin, que había tomado partido y así lo habían pagado.

El noviazgo siguió como tenía que ser y, antes de los veintitrés, los dos estaban pensando en casarse, porque él ya había terminado de cursar, era ayudante rentado en una cátedra y en el restorán ganaba bastante bien, incluso para pagar un alquiler. A ella le faltaba un poco más para terminar medicina, pero podía hacer unos pesos poniendo inyecciones en el barrio donde vivieran; habían visto una casita en el mismo barrio de los padres de ella, una casita con living, jardín y todo.

Él no era de esos chicos que regalan flores o abren la puerta del auto de los padres de ella, el auto que algunas veces le prestaban. Tampoco era de decir que ella estaba bien arreglada, que un vestido le quedaba lindo o que le sentaba ese corte de pelo, de hecho pocas veces podía recordar lo que llevaba puesto. Para los hombres hay cuatro colores básicos, le diría su hija muchos años más tarde, no distinguen un calipso de un esmeralda, ni un salmón de un naranja. Lo cierto es que a él le gustaba que su novia fuera independiente, tal vez porque su madre decidía en la economía de la casa y trabajaba como su padre, más que su padre, para llevar todo adelante.

La noche del día en que vieron aquel chalecito para alquilar, fue la noche que llegaron a la casa donde él vivía, diez o doce tipos de civil con armas de guerra gritando su nombre por encima de los techos; el barrio en plena oscuridad porque habían cortado la luz, las ventanas de todos cerradas, los vecinos mudos, seguramente mirando tras las cortinas. Estaban los cinco en la casa, habían jugado al póker hasta hacía un momento y pasada la medianoche del último lunes de aquel mes de marzo, se estaban yendo a la cama. Los llevaron a las patadas, con los ojos vendados y las manos a la espalda; a los otros cuatro (lo supo varios años más tarde en un barcito de Paris, sobre la calle Saint Michel, cuando uno de ellos viajó a un congreso de pediatría) los metieron en un auto, los trasladaron hasta el día de hoy no saben dónde, los interrogaron y los liberaron al día siguiente. A él lo llevaron, atado y vendado, en el baúl de otro auto, de modo que a la cuarta o quinta vuelta perdió conciencia del lugar por donde andaban. Despertó con el cuerpo contra una pared húmeda, escuchando quejidos y gritos. Alguien le dijo que estaban en la D2, que ahí los concentraban a todos, seguro lo trasladarían. Lo trasladaron, al parecer a Campo de la Ribera, y después a otro sitio que nunca pudo precisar, y más tarde a otro que también desconoce, y finalmente a la Penitenciaría. Y en la Penitenciaría, pasó un año sin que nadie de los suyos supiera dónde estaba, hasta que lo blanquearon y quedó, como se decía entonces, a disposición del Poder Ejecutivo, acusado del asalto a una fábrica que no conocía en una provincia a la que no había ido nunca.

Eran quince en aquella celda, parados o en cuclillas, pegados los cuerpos de unos contra otros. No tenían visitas ni recreos, comían una sopa que no se despegaba del plato, les hacían submarinos y descarga de voltios sobre la parrilla, pero ahí aprendió lo que era la vida, la cárcel como escuela, aunque no pudo aprender a no pensar en ella. Cuando lo trasladaron ya no era más un muchacho, era para siempre un hombre, como le ha contado mucho después a ella; un hombre aferrado a la histórica desconfianza piamontesa que hasta entonces no se había activado. Dos años estuvo en Sierra Chica y otro tanto en el penal de La Plata y en la Policía Federal, antes de subir esposado, flaco como un perro flaco, a un avión de bandera alemana, rumbo al exilio. Como un perro, pero de traje, porque su madre le compró en la mejor tienda de la ciudad un terno verde oscuro, para que no viajara como un desarrapado sino como un señor. Después de engordar unos quilos, quitarse los piojos, comprar algo de ropa, cortarse el pelo y acomodar un poco el alma, a un exiliado en Europa, a un militante de la juventud guevarista, un recién salido de la cárcel, no le habrá costado enredarse con chicas en la ciudad estudiantil a la que lo derivaron. Hubo encuentros fugaces y algunos más perdurables, aunque no demasiado porque él la esperaba a ella que se resistió a verlo salir del país con las manos atadas, se negó a saludarlo a la distancia, pañuelo o mano en alto, mientras dos tipos lo apuntaban. Demasiado, según le dijo en una carta que recibió a poco de llegar, una carta en la que le confesaba que había conseguido un puesto como médica en el Hospital Ferroviario, que mal que bien había estado tratando de organizar su vida y que, después de tantos años sin verse, siendo los dos tan otros de aquellos que habían sido, no sabía si dejarlo todo y largarse a sus brazos o aferrarse a lo que tenía. Le pedía que le asegurara que todo iba a ir bien, que si le proponía que renunciara al trabajo, se alejara de sus padres, cambiara de país y de lengua, por lo menos le asegurara que funcionaría. Él no supo o no pudo asegurarle nada, no era (y ella lo sabía) un hombre de irse en promesas, en eso por lo visto no había cambiado. Le dijo, sí, que en la cárcel había pensado en ella todo el tiempo, cada hora de cada día había pensado en ella, y que eso lo había mantenido entero, pero que no podía ofrecerle una palabra definitiva, por nada del mundo quería hacerle daño. Lo mejor era que fuera a visitarlo, que viera por sus ojos si estaba dispuesta a vivir en otro país, no sabía él hasta cuándo, hasta que la dictadura terminara, ya que él no podía vivir en el suyo. Los reclamos, las llamadas por teléfono y las cartas fueron y vinieron durante meses, en los que él no quiso afirmarse en ninguna relación porque estaba pendiente de su llegada. Los padres de él estaban juntando dinero para ir a verlo, les pidió que sacaran un crédito, que costearan los pasajes de Ada. Aun así, Ada no se animó a viajar y los padres fueron solos a ver al hijo, por primera vez en avión, un viaje a Europa, el viaje de sus vidas; al final de sus días hablaban todavía de aquella vez, de aquella única vez, de esa ciudad medieval, tan limpia, de ese mundo de amigos de todos los países de América, de esos exiliados como el hijo.

Cuando fue un hecho que Ada no tomaría un avión para probar nada, él comenzó a enamorarse, primero de una chilena, después de una profesora alemana unos cuántos años mayor, y enseguida de una enfermera con la que viviría mucho tiempo. Con ella (la chica se llamaba Lynn), regresó por primera vez a Argentina, cuando la dictadura terminó, su primera visita para ver a padres, hermanos, sobrinos, primos y amigos. Entraron por Bolivia, porque él no tenía documentos, un vuelo desde Frankfurt a Madrid, de Madrid hasta San Pablo, de San Pablo hasta La Paz y después por tierra el también largo viaje hasta su pueblo. Los días en el pueblo, tan otro del muchacho que se había ido hacía tanto a estudiar a la ciudad…, visitaron campos de la zona para que Lynn viera carneadas, yerras y festivales de malambo y en todos esos encuentros los padres de él pudieron sentir orgullo del hijo que regresaba de Europa como antes habían sentido vergüenza de que estuviera en la cárcel. El sacó su documento y en la ciudad sacó su pasaporte, de modo que podía regresar a Europa desde Ezeiza. Los últimos dos días se instalaron en Buenos Aires, en un hotelito de la Avenida de Mayo; mejor dicho, él instaló a Lynn en el hotel y, tal como se lo había adelantado, fue a encontrarse con Ada.

Hacía dos meses que Ada había conseguido un traslado al Hospital de Agudos y vivía en un mono ambiente, al fondo de una casa, en Villa Crespo; estaba sola después de un par de años de vivir en pareja. Él no sabe todavía ahora decir qué sintió al verla ni cómo estaba ella, ni cómo la vio, ni qué tenía puesto; no es como dice su hija porque no sabe distinguir un calipso de un esmeralda, sino porque algo se nubló en su cabeza, el entendimiento, y sencillamente no recuerda. No recuerda cómo salió del hotel, ni si tomó un ómnibus o el subte o un taxi. No recuerda cómo hizo para llegar a Villa Crespo, ni tampoco si hablaron antes por teléfono, cómo fue que arreglaron el encuentro, ni dónde estaba la casa, en qué calle. Tampoco recuerda el empedrado, ni el pasillo largo que llevaba hasta el fondo…, si ahora sabe estas cosas es porque varios años más tarde Ada se lo dijo, lo repasaron en aquel encuentro definitivo. Sin embargo sabe, eso sí, que estuvo sentado durante horas con las manos de ella en sus manos y las manos de los dos en la falda de ella, mientras le contaba lo que había pasado, el viaje, la llegada a Alemania, pero sobre todo la cárcel, la cárcel…, le reprochaba que ella no hubiera ido tras él y ella le reprochaba que él no le hubiera asegurado que la querría siempre, pero sobre todo, en aquella larga noche, él le contó a ella cada cosa, cada día de horror que había pasado y cómo había sido ella quien, sin saberlo, lo había salvado, cómo él había sentido que ella lo cuidaba en su memoria, esperando verla, amor que lo mantenía en pie, con vida…

Aunque después, muchos años después, a los dos les haya parecido increíble, lo cierto es que a todo lo largo de aquella noche no se tocaron, nada que fuera más allá de las manos de ella en sus manos y las manos de los dos en la falda, nada más que secarse el uno al otro, cada tanto, las lágrimas. Él le dijo años más tarde, en aquel otro encuentro que la vida iba a darles, que aquella vez hubiera deseado hacerle el amor, que cómo lo hubiera deseado, pero tuvo miedo de herirla, de dañarla una vez más, porque otra mujer lo esperaba en aquel hotelito de Avenida de Mayo y porque viajaba a Núremberg al día siguiente.

Así fue que por mucho tiempo, él creyó que aquella vez los dos se habían dicho todo lo que necesitaban decirse, rencor, dolor, lo que habían guardado durante años…, que estaban cerrando para siempre la historia, esa herida. Eso pensó que se estaban diciendo de mil maneras a lo largo de las horas, las manos en las manos, interrumpiendo apenas para un café, otro café, un cigarrillo, miles de cigarrillos, varios jarros de café, mientras se contaban lo que les había pasado, lo que les habían hecho, lo que se habían hecho el uno al otro; tramos de vida que no habían podido compartir para que ahora, en la noche interminable de Villa Crespo, se hicieran reproches, se agarraran la cabeza, se tomaran las manos en las manos, se consolaran de todo aquello que les habían quitado.

Dos.

Lo llamaban la vida, así con esa verdad general, abstracta, con la que la gente se refiere al pasado, al futuro, al azar, pero no era exactamente la vida, los dos lo sabían, eran más bien autos sin patente llevando a muchachos y a chicas, hombres con armas de grueso calibre entrando por los techos de las casas, la maldad, la violencia, la destrucción de los pueblos…, no ahondaron en esos detalles, porque a esa altura él no sabía ya cómo pensaba ella, lo sabía menos que nunca; ella que entre otros reproches le había reclamado que no le hubiera dicho nada de su militancia…, me trataste como a una tonta, le dijo. En algún momento a él le pareció que era posible todavía abrir algún sendero en las marañas del pasado, suspender el viaje, decirle a Lynn que regresara sola, porque al fin y al cabo la dictadura había terminado y aquel país no era su país, porque en su país estaba comenzando la primavera, aquella recuperación democrática, el optimismo de esos primeros años. Por un momento le pareció (tal vez también a ella le pareció) que podían recoger los hilos perdidos de ese pasado, los que habían quedado sueltos, como si todo lo que vino después no hubiera existido, o no hubiera sido más que un modo de regresar a lo que habían dejado atrás. Fue casi amaneciendo, cuando ella se levantó para preparar el último jarro de café y él la vio de pie, de espaldas, el pelo sobre los hombros, el cuerpo diminuto como siempre, frágil, y entonces se levantó y fue hasta ella. Tuvo el impulso de tomarla por la espalda, de romper los tickets de vuelo, de abandonar a Lynn en ese hotelito o donde fuera y dar un giro completo a la vida…, tan inevitable sin embargo como que seguirían cada uno su camino, con su vida cada uno. Y eso hicieron; no hubo mano sobre la espalda de ella, mano bajando desde los hombros, ni ella girando hacia él y levantando la mano hacia su boca, ni hubo quejidos entrecortados, sólo suspiros de agotamiento, de dolor. Eso y algo que permaneció toda la noche en la mirada de ella, en sus ojos oscuros, algo que él no supo reconocer como un sí, algo que no pudo, como diría tantos años más tarde su hija, distinguir si era calipso o esmeralda, y en ese no saber, en ese no poder, los encontró la luz filtrándose por la ventana de aquella habitación de Villa Crespo. La verdad cruda del día diciendo que estaban ya en la cuenta de regreso, que seguiría cada uno por su lado, al Hospital ella, él a buscar a Lynn y luego a Ezeiza.

Después de aquella vez no hubo cartas, ni postales de fin de año, ni llamadas por teléfono, pero supo algo de ella, no precisamente lo que hubiera querido. Su madre le contó que se había casado, había pasado con el marido a verlos, al menos así había presentado al hombre bastante mayor que ella, que la acompañaba. Mientras, él fue dejando que la vida lo llevara, en la inercia de quedarse con Lynn, con el trabajo en el instituto de producción orgánica, con los amigos y la rutina organizada allá, y efectivamente la vida lo llevó, lo fue llevando todavía unos años, en aquel trabajo, en aquella ciudad, junto a aquella mujer, hasta que se separaron. Entonces se inscribió en un plan de repatriación, desarmó su casa alemana, llenó un conteiner con sus cosas y emprendió el regreso. Cuando tuvo los billetes, llamó a una amiga en común, con la esperanza de que se lo contara a ella; la llamó para decirle que regresaba, que se había separado y regresaba del todo, absolutamente. Dos meses antes del vuelo, le puso a Ada unas líneas, una botella al mar, como un sobreviviente en una pequeña barca. Un par de líneas, como un telegrama, al dorso de una tarjeta postal. Llego 3 de octubre, 10,30, en vuelo de Lufthansa. Ya lo ves. Empezar de nuevo. Un beso. Una tarjeta postal con puentecito de Núremberg a la dirección del hospital donde ella trabajaba, para no perturbar, por si fuera cierto lo del marido. Más tarde pensó que el suyo había sido un mensaje ambiguo, no le había dicho que podían empezar de nuevo ni mucho menos que quería empezar otra vez una vida con ella, menos aún le había dicho que la extrañaba, que rebrotaba en sus recuerdos entre una y otra mujer que había tenido, que nunca había logrado que se fuera del todo. Nada de eso; no le había hecho ninguna confesión, sólo esas palabras como un mensaje cifrado o una ficha de vuelo.

Ella no respondió, él esperó un mes. ¿Qué se pensaba, que sería sencillo? Soportó cada día de un nuevo mes. Ella tampoco respondió. Aunque los últimos días fueron un poco vertiginosos, hasta el momento de subir al avión nada pudo quitarle esa sensación de vacío en el estómago, esa incertidumbre. Alguna vez en todo ese tiempo, pensó si ella habría recibido la postal, tal vez se había perdido en los laberintos del Hospital de Agudos, tal vez no trabajaba más ahí o había cambiado de piso, de pabellón, de especialidad. Lo pensó, pero ni aun así se animó a rastrear el teléfono, a llamarla; miedo tal vez de dar con el marido, miedo de que tuviera un hijo. Sin embargo, cuando subió al avión entró a otro mundo, viajó tranquilo, entregado a lo que había, consciente de lo que significaba el silencio de Ada, dispuesto entonces por primera vez a empezar de nuevo también en eso, porque eso era realmente empezar de nuevo, buscar trabajo, recuperar amigos, encontrar una compañera.

Tres

El avión llegó sin demora, aterrizó en Ezeiza ese día de octubre bajo el cielo completamente azul, la primavera ya en su sitio. Algo de agobio, el aturdimiento de tantas horas, el camino por la manga, la salida hacia la zona de equipajes, migraciones, aduana. Se abrió paso entre los carteles con nombres, los empleados de hoteles y de agencias de viaje buscando turistas, familias completas esperando a alguno de los suyos. Mientras salía en busca de un ómnibus que lo trasladara a Retiro, tuvo tiempo de arrepentirse de no haber combinado desde ya un vuelo a Córdoba, en la idea tonta de que ella podía, pese al silencio, estar esperándolo.

Llevaba puesto pantalón y camisa de jean y se había dejado la barba, una barba más oscura que el pelo con algunas canas, con algunas entradas. Caminó con el bolso de mano anudado sobre la valija, hasta el final de la sala y después por la galería hacia el fondo, hasta la zona de los buses; dudaba si tomar lo primero que encontrara, viajar durante el día, o hacer tiempo hasta la noche para subirse a un coche cama y desplomarse en el asiento. Le pareció mejor viajar de noche, entonces tendría que comprar los diarios y sentarse en un bar a esperar que las horas pasaran. En eso escuchó que ella lo llamaba, iba hacia él corriendo, un poco agitada, No encontraba estacionamiento, dijo y lo abrazó. Él se turbó un poco, pero ella se veía confiada, decidida; fueron hasta el auto hablando del viaje, un poco largo porque había hecho dos escalas, un poco incómodo también, es que cada vez ponen más butacas. Camino al estacionamiento, la conversación entre los dos, algo insustancial, se apagaba. Una vez en el auto, ya arriba, sobre la autopista, él se animó a preguntar a dónde iban, Reservé un apart, dijo ella, cerca de Plaza Dorrego, reservé por el fin de semana, ¿está bien?

Él sintió, tras el impacto, alivio, una alegría, y se animó a rozar su mano con la de ella, que había bajado hasta el cambio de marchas. Ella respondió, quizás no estaba ya con el marido, tal vez aquel que había pasado con ella por la casa de su madre nunca había sido un marido, o el marido estaba, pero no tenía importancia. Empezar de nuevo; parecía generosa la vida en octubre. Seguramente también eso le parecía a ella, que había puesto música y cada tanto entraba en ritmo, tarareaba entre dientes, le pareció que el que sonaba era Georges Zamphir con su zampoña; era nomás él, según le dijo.

El apart tenía ladrillos a la vista y baldosones en el piso, sillones de madera con almohadones de loneta, cuencos de cerámica en lugar de tazas…, él dejó las cosas, ella dijo que bajaba a comprar algo, provisiones para un par de días, como para no tener que salir a la calle.

Con el agua jabonosa chorreando desde la cabeza, sobre el cuerpo, sobre la barba, escuchó la llave en la puerta. Comprobó enseguida que ella ya no era la novia menuda de Barrio Iponá, lo sorprendió con creces, no supo siquiera cómo decírselo, pero sabe que de algún modo se lo dijo, vos también, dijo ella. Pasaron en ese cuarto el día entero y al siguiente, el mediodía casi, con el sol a pleno en la ventana, hicieron el amor una vez más, antes de desayunar y salir a caminar por San Telmo. Se metieron en un café que se llamaba Las Piedras y se sentaron en unas banquetas, en la barra. Tenían todavía unas horas para desocupar el apart, entonces ella le preguntó qué iba a hacer. Y él preguntó también, ¿qué vas a hacer?, o quizás algo parecido, algo como ¿qué vamos a hacer? Seguramente fue eso, porque ella dijo, ya resuelta, ya definitivamente otra, ya lejos de aquella a la que él le había hecho el amor, no sé vos, yo tengo que volver a casa, le pedí a Roberto que se quedara con la nena, necesitaba cerrar esto.

Él preguntó ¿sabe que estás acá conmigo?
Que estoy acá no, tonto, pero sabe que volviste.

Quedaron en que cada uno se retiraba por su cuenta, él se demoraría un rato en el bar, empacaría más tarde sus cosas.

Como quieras, dijo ella.
A él le pareció, algo en los ojos, en la mirada, que dudaba.
¿Estás segura?
Sí, dijo ella, estoy segura.

Empezar de nuevo, pensó él justo cuando ella dijo que ahora sí, finalmente todo había terminado. Después ella se fue. Él la siguió desde la única ventana del bar. Ella pasó sin volver la cabeza, sin mirarlo. El la vio desde su banqueta, sentado ahí como se sentaba ella en el restorán donde él trabajaba, hacía ya tantos años. La vio cruzar la calle. Le pareció que, mientras avanzaba, su paso se hacía más ágil, como si corriera casi, quién sabe hacia dónde.

María Teresa Andruetto (Aº Cabral, 1954). Publicó novelas, ensayos, libros de cuentos, poemarios y libros para niños; traducida a varias lenguas, sus libros son materia de numerosas tesis de grado y doctorado. Ejerció la docencia en los niveles secundario y terciario y desde hace más de treinta años interviene de diversos modos en la construcción de una sociedad lectora. Obtuvo entre otros los premios novela Luis de Tejeda y Fondo Nacional de las Artes, Premio Iberoamericano a la Trayectoria en Literatura Infantil SM, Pregonero de Honor/Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, Premio Cultura Universidad Nacional de Córdoba, Premio Hans Christian Andersen, Konex de Platino y Premio a la Trayectoria en Letras 2020 del Fondo Nacional de las Artes. Co dirige una colección de revalorización de narradoras argentinas en la Editorial Universitaria EDUVIM y cada semana comparte una breve historia desde la radio de la Universidad Nacional de Cordoba.

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