Penitentes
«Una tormenta se levanta en este templo
es en tu piel donde ocurre
templo y tormenta.»
Margarita Laso, El trazo de las cobras
Se arrodilla ante ella, penitente, y dos lágrimas suaves, sin convicción, se le deslizan por las mejillas huesudas y tensas. Con la mano derecha le revuelve los cabellos y con la izquierda lo atrae hacia su vientre. Semejan una pintura extraída de un libro de imágenes sacras.
Ella se queda un rato así, acariciándolo, comprendiendo la magia del no saber y el horror abismal de saber demasiado.
Entreabre apenas los muslos y permite que él la beba, que succione la vida, como él cree, que su rostro se empape de la insensatez de los olores, para que ella, parodia y nostalgia, los lama más tarde, los fagocite en ese acto desesperado que él leerá como su deseo.
No habla, no hace preguntas más que con los ojos a su mirada opaca. Ni una respuesta cruza el aire de ese invierno taciturno. Ella lo deja dibujarla, todo dedos y piel, ser lluvia, pájaro, animal. Ella deja que todo él se convierta en lo que quiera ser, que se contorsione, repte o desmadeje.
Y cuando no es a solas, como ahora, ella juega a los juegos de antes, se quita el zapato y bajo la mesa de la atestada cafetería, los dedos expertos cruzan el espacio y el pulgar y el índice del pie bajan el cierre del pantalón. Él se sorprende, sonroja, pero se mueve apenas concediendo, permitiendo y ayudando al ingreso de ese dedo y esa frialdad que rota suave sobre él, enseriándole el rostro tan amado, dedos, piel, el calor infinito que entra por sus pies fríos, la corriente de calor que empieza a bañarla, el calor que la late toda, menos el rostro pálido, menos la tristeza casi ceremonial que se le ha instalado desde hace un par de meses. Y cuando la planta del pie percibe las venas dilatadas, la tensión, ella inmutable, mirándolo a los ojos, le alcanza la servilleta de género, y él simula cerrar su chaqueta, acomodarse en la silla, para ocultar su naufragio derramado. Luego el pie regresa al zapato, las manos se entrecruzan bajo la barbilla de ella, que impasible, anuncia que pedirá otro café mientras él se ausenta.
Y ahora tenerlo allí, bebiendo de ella, recordándole que las grafías del deseo rompen con todo, casi con todo, menos con su tristeza inmaculada, con su desgracia de amar, con su ausencia.
Y ese cuerpo que la contiene, ese horror que camina y respira y se atrasa y no llega a las citas, ese cuerpo que miente y que ahora él cerca en su abrazo, en el temblor de llevarla hasta la cama y depositarla como si fuera su bien más preciado, ese cuerpo que responde como en un eco lejano y no sonoro. Él comienza por besarle los pies, cada dedo, la planta, el tobillo, hacerla un mapa de besos, de lenguas, hablarla, como si ella fuese un idioma al que hay que aprender cada vez, nuevamente, desde el principio.
Le pinta los pezones con su saliva, le muerde el cuello, busca su impulso y su fuerza.
Ella sabe que su amor siempre comienza así, como un susurro o una melodía, y luego viene a tentarla con lo suyo, con ese desenfreno de poseso, y entra a su cuerpo casi con rabia, una y otra vez, una y otra vez, los ojos perdidos en algún punto que no es ella, el mentón tenso, el rostro rígido, una y otra vez, una y otra vez, como si quisiera arrancarla de sí misma, como si pudiera perderse y entrar en su gruta, penitente al fin, entrar tan adentro que el lugar de la saciedad y las respuestas le será develado, cáscara de fruto que se abre.
Pero no puede, no puede y se arroja sobre ella abrazándola, lloroso, derrotado, «Qué ocurre», dice él, «Aquí me tienes», dice ella, «No es cierto, no estás, dónde vas que es cada vez más lejos y no puedo alcanzarte», «Aquí estoy», repite ella, «No, no es así, y si no puedo tenerte siento que voy a morir».
Es entonces que ella sonríe, porque lo ha acercado. Morir, piensa, como si una palabra pudiera dar cuenta de todo lo que ocurre. La pequeña muerte, creían antes, cuando estallaban el uno en el otro y eran todo palmas, lenguas, sentido y el lenguaje no era exacto, ni amedrentaba. Qué banalidad, piensa, creer que podemos tocarnos, estar y ser en otros, esa posibilidad no existe, mira a la muerte mordisqueándonos los talones, mira la dentellada feroz en las costillas, las cuencas de los ojos, los pómulos. «Mira el olor de la muerte -querría decirle-, ese vago amarillo que se apodera de las cosas, mira a la muerte rondándonos con su aliento fétido y su alma de esquina. Qué sabes tú de morir si recién empiezas a aprender el dolor de no tener, de no ser en mí, de lo impalpable.
Cada vez que me lames, te llevas mi sal y lo poco que queda, cada vez que arrancas un gemido mío, soy la loba aullando desgarrada y no eres tú quien me desgarra, cada vez que abres mis piernas y me aúpas, enceguecido, es un hálito más de tiempo que se pierde. Cuando me tocas, amor, amado, acaricias los gusanos, la fauna que habita en mí y me consume, amor, si supieras».
Pero gana el asombro del deseo. Entonces, ella deja la rabia y el dolor doblados bajo la almohada, durmiendo su sueño de celos y ladrones. Lo busca con las manos, lo azuza como a los perros, lo guía, toma su dedo y lo lleva al pubis enseñándole el camino, indicándole, una vez más, las rutas y los nombres de su goce, estrecha cadera contra cadera, rasguña su espalda hasta redescubrir la magia de cuchillo de sus uñas, las entierra, las arrastra, curvándolo en el dolor específico como él la curvaba en el deseo, se examina la sangre en sus uñas, lo gira, lame la sangre de su espalda, la succiona, se la bebe cuidadosa, la sangre sin atisbos de términos o abandonos, sin gusanos, pura sangre nocturna y briosa, simple, como las sangres limpias.
Encabritada, lo cabalga y lo aúpa, introduce el dedo entre las nalgas para que se sienta penetrado y solloza, solloza mucho. Entreabre sus nalgas y lo besa.
Él la toma y la gira, la hace su caballo y el galope nocturno lo recibe, ella arrodillada lo recibe, víctima o penitente, da igual, son la misma cosa, pero él la vuelve hacia sí, trata de tenerla, y tiene él los ojos húmedos y vuelve a entrar en ella, entrecruzan dedos y mirada, apegados, enredaderas, ella muerde su mentón y él susurra «No así, no es necesario» y ella lo obliga a mirarla, a mantener la mirada de par en par. Y es la misma cadencia, como antes, al principio de los besos, y es el susurro y la noche y todas las sábanas del mundo.
El ronquido en ambas gargantas llama al final.
Descansan, silenciosos, piernas enredadas. Ella enciende un cigarrillo y lo pone en la boca de él y dice «¿Recuerdas a la Duras?, bueno, yo lo tengo creciendo de verdad y sin aspavientos»
«Qué», dice él sin querer escuchar lo que sigue, «El mal de la muerte» replica ella.
«No sé qué decir», musita él y llora despacio, sin sacudidas, como lloran los hombres las ausencias o las derrotas.
«Debes irte», dice ella «No quiero que me veas morir».
«Pero esta noche no, mañana, mañana veremos qué se hace», dice él en un susurro.
Y la noche se viene entera, licuada de lluvia. Los dos pares de ojos miran sin ver el techo blanco y adivinan las gotas arremetiendo feroces contra las ventanas.
A Mariano Aguirre,
3 de septiembre de 1997
Cuando se espía la carne
A mi amigo «el Chere»
La señora no me ve, aunque yo trato de no perderla de vista.
A veces escucho «¡Rojas! Vaya a buscar los fardos» y yo, obediente, tomo las llaves de la camioneta y me voy al pueblo, aunque sé que ella aprovecha esa mañana para desnudarse y estar de espaldas, a pleno sol, en la piscina. No entiendo por qué la piscina, si se la pasa mirando el mar, allá a lo lejos.
La he visto espiarse las carnes, sentada. Tomarse la cara interna de los muslos y apretarla, medir cuánto se extiende, soltarse de improviso en el aire para comprobar que flamean leves y pesados. Siempre que inspecciona sus muslos, o su estómago y mide el grosor entre el pulgar y el índice, termina con la cara escondida entre las manos, como si toda ella fuera una derrota.
La señora no me ve y no le importo. Debe sentirse segura acomodada en los años y por eso se desnuda, se pone la aguja y después, se echa a nadar, por las tardes, en la piscina que está tras la casa grande.
Llegó aquí en el auto rojo, con sus libros y su silencio. Yo ya estaba, cuidando, desde la muerte de mi viejo, con los libros que me traje del internado y el sueño de partir un día muy lejos. A mí me ve los viernes, cuando me paga en sobres pulcramente escritos, y donde dejo el recibo firmado de «recibí conforme».
Pero no estoy conforme. Quiero saber, de sus libros, su colección de frasquitos, de las jeringas en la basura, tantas cosas. Una vez al mes, se va para Santiago en la camioneta y vuelve cargada. Me entrega las llaves y después de descargarla, voy a guardarla bajo techo, porque aquí nunca se sabe si cae la garúa de la noche, o a las gallinas les da por cagarrutear encima.
Ella me enseñó a manejar el invierno pasado, con pocas palabras y un librito que tuve que memorizar. Después, me dejó en el pueblo, y salí, dos horas más tarde, con un carné nuevo entre los dedos.Y así estoy, con carné, «para lo que se ofrezca, señora».
Ha venido el invierno y ya no se pasa largas horas al sol, la veo caminar, espiar por algo que no sé lo que es. A diario, mientras la espío de reojo aporcando las rosas, o los limoneros, descubro alguna belleza nueva en su rostro, en sus manos y me duele.
La lluvia empezó por la tarde, suave, y se fue intensificando al oscurecer. Los relámpagos no se hicieron esperar. Me acosté con los pantalones puestos y sin camisa, porque cuando llueve así, por estos parajes, uno nunca sabe lo que puede ocurrir. Por eso, cuando desperté de improviso y sin rastros de sueño, eché a correr hacia la casa, con la sensación de que algo pasaba. Detuve mi carrera en seco: la señora giraba desnuda bajo la lluvia, bailaba, con los brazos extendidos y el rostro puesto al cielo, empapada, como si agradeciera. La miré un rato, sonreí, la vi hermosa y joven en esa oscuridad líquida.
Entonces, vaciló incierto su paso y cayó de espaldas sobre el barro. No sabía si ir en su busca, porque capaz que pensara que la estaba fisgoneando. Pero cuando el temblor de su cuerpo estaba por parecer una convulsión, corrí hasta ella y la levanté en mis brazos. Era tan poquito lo que pesaba la señora, y yo que la veía tan grande, tan imponente. Corrí con ella hasta la casa y la deposité con cuidado sobre la alfombra, mientras trataba, afanoso, de que los rescoldos de la chimenea encendieran rápido una llama más abrigadora. Soplé, puse papel, más chamizas y palos, pero la llamita era insuficiente y su temblor aumentaba.
«Abráceme, Rojas», musita. Y yo la aprieto contra mi cuerpo. La señora tiembla y la siento en mi piel. No puede hablar y le castañetean los dientes, pero aún así, mientras la abrazo para darle el calor que le quitó la lluvia, ella me mira con conmiseración y entonces yo me avergüenzo, porque ha notado mi sexo duro presionando hacia ella.
«Es la morfina», me susurra, «primero calor, demasiado, y ahora me hielo».
La levanto y la llevo hasta el dormitorio. La envuelvo en toallas y la limpio cuidadoso. La pongo entre los cobertores, pero su temblor no amaina.
Dudo un instante, pero un instante, nada más, después, me quito los pantalones mojados y me meto bajo los cobertores con ella, abrazándola para infundirle calor. Mañana me despedirá, lo sé, pero eso será después de que busque al doctor Ramírez en el pueblo y lo traiga hasta acá. Tiembla la señora y yo me acurruco hasta ser su segunda piel. No sé en qué instante, me quedo dormido.
Despierto con la alarma del reloj y ella se levanta de un salto. Va hasta la cómoda que tiene infinidad de frasquitos alineados, rompe el gollete de uno, lo golpea con el pulgar y el dedo del corazón, saca una jeringuilla de su plástico, la llena con el contenido del frasquito, se amarra con una goma el brazo, golpea con los dedos las venas y luego se la inyecta despacio.Yo no sé qué hacer, así es que me hago el dormido aunque mi corazón golpee tan fuerte, que opaque el ruido de la lluvia allá afuera. Ha terminado. Como en una ceremonia largas veces ejecutada, pone todos los implementos en una bolsa, con excepción de la goma, que deja estirada en el mismo lugar, y luego de amarrarla por sus extremos, la arroja al cesto de papeles. Después, vuelve la vista hacia mí y yo entrecierro aún más los ojos. La escucho venir, meterse en la cama, levantar mi brazo y volver a ponerlo sobre ella, abrazándola. Abro apenas los ojos, para descubrirla arrebujándose, sonriente, contra mí.
Cuando volvemos a despertar, la lluvia sigue cayendo, pero apaciguada. Una claridad incierta entra en el cuarto y ella me dice, como si todo fuera normal: «Rojas, hay que darle de comer a las gallinas y soltar las vacas».
Yo de un salto salgo de la cama y en la carrera tomo mis pantalones arrugados y mojados del piso. Ella ha cerrado los ojos para que yo no me sienta mal.
Algo me pasa que no logro concentración. A ratos, aún siento la piel de la señora contra la mía. Doy de comer a los caballos, encierro las vacas y la espío mientras mira a lo lejos el mar. Doy vueltas el sombrero, nervioso, entre los dedos, cuando me enfrento a ella:
«Voy al pueblo señora, ¿se le ofrece algo?»
Me mira suave y deniega con la cabeza. Me voy como si huyera, entro al restorán de las Catalinas y me tomo tres cervezas y un vaso de tinto. «Qué te pasa, Rojas», dice la Catalina vieja, «parece que te persiguiera el dolor». «No llame a muerto, señora» le espeto y me quedo mirando hacia afuera largo rato, sin pensar. No quiero pensar.
Vuelvo ya anochecido, cuando la lluvia comienza nuevamente a caer. Guardo la camioneta y prendo un pitillo, fumando hacia el techo. Entre el golpeteo de la lluvia, me llega el sonido de canciones viejas. Tal vez baile bajo techo ahora, tal vez gire y se espíe los muslos cansados, mida el grosor del vientre entre los dedos. La excitación me turba hasta casi hacerme perder los sentidos. Algo borracho todavía, me voy hasta la casa. Entro por la cocina, como debe ser y camino hasta el dormitorio. Ella está acostada. No digo una palabra y me desnudo para meterme en la cama junto a ella. Tengo miedo. Ella apaga la luz.Yo la abrazo como anoche y me maldigo en silencio por mi sexo que puja buscándola.
Entonces la señora se vuelve hacia mí. Sus ojos tristes se me clavan muy adentro y no me importa ni la vida, ni el escándalo, ni mañana cuando me despida, y le cierro los párpados a besos, el cuello sin tersura, los pechos ya algo caídos y exangües, el vientre y dejo de ser Rojas y me sumerjo en su sexo triste, y paso la noche amándola, acariciando sus cabellos blancos en la almohada, abrazándola para que duerma tranquila, como la niña vieja en que yo la convierto con mis manos y mis besos.
Cuando suena la alarma, no abro los ojos y adivino cada paso y las agujas y la goma apretando. Vuelve a mí como ayer y se arrebuja entre mis brazos.
Me despierta ya vestida. «Rojas, hay que soltar las vacas», y yo siento una alegría inconmensurable porque no me ha echado, y aún continúa el rito de los días.
Noche a noche, vuelvo callado, a hacerle el amor sin palabras. A veces, la oigo quejarse en el sueño, como si un dolor antiguo la arrasara.
Quedan pocos frascos en la cómoda. La señora me ha pedido que le saque el auto rojo. Ahora duerme cada vez más y yo le sugiero que tal vez sea mejor que yo maneje a Santiago. «No, Rojas -me dice-, debo ir sola y tengo trámites que hacer».
Un presentimiento se me clava otra vez en las costillas, y antes de cerrarle la puerta del auto, me atrevo a mirarla a los ojos tristes, como en nuestras noches y a romper el silencio suplicando: «Por favor vuelva, señora».
Los dos días en que no llega, vago de un lado a otro como si tuviera fiebre. Me duele el cuerpo sin ella y sus frasquitos, sus píldoras de la tarde y sus jeringas de madrugada.
Cuando escucho el motor del auto acercándose, la alegría me atonta.
Trae cajitas de frascos, y un portafolios.
Esa noche le hago el amor como si realmente fuera mía, como si fuéramos dos amantes conocidos en un tiempo interminable. Ella rompe el pacto tácito susurrando, después de inyectarse: «Cuando algo pase, Rojas, tome el portafolios y abra el sobre amarillo». Yo la abrazo y beso su pelo, aguardando por una lluvia que no cae.
Después de la orden «Hay que soltar las vacas, Rojas», cuando vuelvo del corral, la observo tomar el auto y subir dos jeringas llenas de su contenido extraño.
Señora, no se vaya, quiero decirle, pero ella me llama, me besa a pleno día en los labios y dice «Gracias, Rojas. Ahora debo ir al mar».
Por eso, no me ha sorprendido la visita de ustedes aquí ahora, lo esperaba aunque hubiera querido no hacerlo. No deseo saber razones, supongo que todo estará en ese sobre que tanto inspeccionan.
No, no me interesa que me lo haya dejado todo. Yo sólo tomaré la camioneta y las llaves y mi sombrero. Esperaré a que llueva, eso sí. Para que así se me vaya limpiando su tristeza.
[Pía Barros (Melipilla, Chile, 1956). Activista, feminista y una de las escritoras más fundamentales y reconocidas de la literatura chilena. Su obra tiene una marcada connotación política, erótica y social. Ha publicado Miedos transitorios (1985), A horcajadas (Mosquito Editores), El tono menor del deseo (Editorial Cuarto Propio, 1990), Signos bajo la piel (Editorial Grijalbo, 1994), Ropa usada (Ediciones Asterión, 2000) y Los que sobran (Ediciones Asterión, 2002), entre otros. Ha desarrollado también una labor docente, cultivando nuevos talentos literarios a través de los talleres Ergo Sum, que dirige desde 1976]