La marmita
Quiero la paella mixta, una porción de patatas fritas, patatas bravas, un plato de queso con chorizo… y una botella de La Rioja.
El mesero bajó su libretita y dijo: ¿Está seguro? La paella es para cuatro personas. Es una cantidad grande de comida.
Mis amigos ya llegan, dijo el hombre.
El mesero miró las dos sillas vacías, subió su libretita, y continuó escribiendo el pedido. Después se fue a la cocina.
Empujó la puerta que se abrió oscilando para atrás y adelante y caminó hacia el calor. Los cocineros tiraban bistecs al fuego, las llamas silbaban y se elevaban. Antes de agarrar una pila de platos para la mesa diez sacó el teléfono del bolsillo y miró la pantalla. Ningún texto.
Sirvió el vino primero, lo descorchó, puso tres vasos sobre la mesa: dos en los espacios vacíos al otro lado del hombre y uno al frente de él.
Supongo que usted será quien cateará el vino, dijo el mesero, tratando de hacerse el cómico.
No es necesario, dijo el hombre. Sírvalo no más.
Así es que lo hizo, un vaso para el hombre, y luego puso la botella sobre la mesa y cuando estaba a punto de marcharse el hombre dijo: ¿Puede servir los otros dos, por favor?
El mesero miró los vasos vacíos, las sillas vacías. ¿Para sus amigos?
Sí, dijo el hombre, para mis amigos.
El mesero lo sirvió. El vino se tomó su tiempo: el rojo aterciopelado arremolinándose alrededor del vaso como una líquida cola.
Cuando sirvió el pan puso tres pequeños platos sobre la mesa, uno en frente del hombre y los otros dos en los espacios vacíos al frente de él. Notó que el hombre apenas había probado el vino, pero en el caso de los otros dos vasos no ocurría lo mismo. Uno de ellos estaba vacío y el otro estaba un cuarto de lleno. Pero las sillas todavía estaban vacías y no había señas de los compañeros del hombre.
¿Sus amigos andan atrasados? preguntó.
Digamos que sí.
El mesero tomó un par de pinzas y puso una rebanada de pan en el plato del hombre. Ya se iba pero el hombre se aclaró la garganta y paró al mesero. El hombre miró los platos vacíos.
¿Quiere que los sirva ahora? dijo el mesero y el hombre asintió.
El mesero puso una rebanada de pan en cada plato, sintiendo como si alguien lo estuviera mirando.
Después se fue a echarle una mirada a la mesa diez, que estaba al otro extremo, para asegurarse de que tenían todo lo que necesitaban. Había nueve personas en la diez.
El queso y el salchichón los sirvió después y el mesero notó que el pan que había servido en los otros dos platos había sido comido. En un plato la mitad de la rebanada había sido comida y en el otro quedaban solo unas migas. El pan en el plato del hombre todavía estaba lleno.
¿Todo bien? dijo el mesero y miró el plato del hombre y el hombre miró el plato y dijo: no tengo mucho apetito.
El mesero miró los otros dos platos.
¿Todavía… vienen? ¿Sus amigos?
No, Pablo, ya están aquí.
El mesero sintió escalofríos en la espalda y al principio pensó que era porque el hombre de alguna manera conocía su nombre, Pablo, pero después recordó que llevaba puesta una chapa con su nombre así es que no estaba seguro por qué estaba tan asustado.
¿Puede servir más vino? pidió el hombre.
Los únicos vasos de vino que necesitaban más estaban ahí detrás de los espacios vacíos pero el mesero se encogió de hombros y sirvió más de todas maneras.
De vuelta a la cocina el mesero pensó que el tipo únicamente se sentía solo y por eso tenía que inventarse amigos. Había mucha gente rara en la ciudad. Una vez una señora llegó con tres perros blancos queriendo que todos se sentaran a la mesa con ella.
Miró hacia el hombre sentado solo y se encogió de hombros de nuevo y fue camino al bar para obtener diez bebidas más para la mesa diez. Se estaban poniendo ruidosos.
Cuando las patatas fueron servidas el queso y la carne ya no estaban en los espacios vacíos.
Les encantaron, dijo el hombre. Gracias.
El queso todavía estaba en el plato del hombre. ¿No le gustó?
No tengo mucho apetito, dijo de nuevo, como con vergüenza.
Está bien, dijo el mesero, realmente sintiendo pena por el hombre pero entonces recordó que era una farsa: el hombre se lo comía todo y tenía una suerte de complejo de culpa por ser tan glotón. Estaba loco.
No era gordo.
Si esta era su manera de comer en exceso sin sentirse culpable seguro no lo había hecho siempre, no cada día.
El hombre era alto y delgado y tenía un rostro angular con un mentón sobresaliente. Se veía un poco como uno de esos antiguos actores de películas en blanco y negro, como Kirk Douglas. Tal vez lucía un poco como un ángel.
Pero no era sino un loco.
El mesero se fue camino a la cocina pero por alguna razón quería ver al hombre comiendo de los platos vacíos solamente para probarse lo loco que el tipo estaba. Así que se escondió detrás del puesto de ayudante de mesero desde donde podía ver al hombre a través de una ranura entre dos listones. El hombre hablaba con los otros invisibles como si estuvieran ahí e inclusive paró de hablar para escuchar lo que los otros dos decían.
Un ayudante pasó en frente del mesero y comenzó a depositar platos sobre una bandeja. Si quería ver al hombre comer tendría que hacer el camino de vuelta. Salió de su escondite solo para pretender que chequeaba una mesa pero cuando pudo ver al hombre los dos platos en frente de las sillas vacías relucían de limpios. Se aproximó a la mesa.
Su paella va a estar lista pronto, le dijo al hombre.
Gracias, dijo el hombre, mirando su propia muñeca, tal vez donde solía haber un reloj. Las uñas de sus largos dedos parecían haber recibido una manicura. El mesero sirvió la paella, miró las sillas vacías, miró al hombre y sirvió el primer plato.
El hombre esperó que sirviera los otros dos.
No entiendo, dijo el mesero.
Pablo, dijo el hombre. Queremos que sepas que estás realizando un gran trabajo. Especialmente considerando lo que está ocurriendo en tu vida. No debe ser fácil.
¿Pero cómo…?
El hombre miró hacia donde las otras dos personas se suponía que estaban y luego lentamente miró de vuelta al mesero.
Queremos que sepas que todo va a estar bien, dijo el hombre. Te lo prometemos. Todo va a salir bien.
Nunca había sentido tanto miedo en toda mi vida, dijo el mesero, tratando lo mejor que podía de no quebrarse.
Confía en nosotros. Las cosas van a salir bien. ¿Sí?
El mesero quería creerles, o, bueno… a él.
Asintió y luego se irguió queriendo volver a lucir profesional.
¿Puedo traerle algo más? Preguntó.
El hombre miró hacia uno de los lugares vacíos como si estuviera escuchando a alguien sentado ahí. Asintió, luego se volvió hacia el mesero.
Otra botella de La Rioja.
[De Kafka in a Skirt]
En el clóset
Mi mamá se metió en mi cuarto y comenzó a barrer y a ordenarme que recogiera esta polera, este zapato.
“¡Y eso!” gritó, apuntando hacia el closet.
“¿Qué?”
“¡Esta chingadera!”
“¿Chinga qué? ¿Qué es?”
“¡Tírala a la basura, cochino!”
Miré adentro del clóset, con miedo de lo que pudiera ver, pero no vi nada que se pudiera llamar chingadera.
Me pegó en la pierna con la escoba. “¡Cochino!” Me dolió.
“¡Tírala!”
Me arrodillé para encontrar la chingadera.
No sabía lo que estaba buscando pero de alguna manera sabía que iba a pasarme el resto de la vida escondiéndola.
[De Kafka in a Skirt]
Daniel Chacón (1962). En la actualidad es director de carrera del programa de escritura creativa bilingüe de la Universidad de Tejas en El Paso. Es autor de la novela The Cholo Tree (2017) y de las siguientes colecciones de cuentos: Kafka in a Skirt (2019), Hotel Juárez: Stories, Rooms, y Loops (2013), Unending Rooms (2008), Chicano Chicanery (2000). Ha recibido los siguientes premios: Pen Oakland Award for Literary Excellence (2014), Tejas NACCS Award for Best Book of Fiction (2013), Hudson Prize (2008). Ha editado los poemas póstumos de Andrés Montoya, A Jury of Trees, y co-editado The Last Supper of Chicano Heroes: The Selected Work of José Antonio Burciaga. En una entrevista del año 2020, Chacón le indicó al entrevistador que enfrenta la escritura de un cuento de la siguiente manera: “…cuando me meto en una nueva historia -usualmente siguiendo el lenguaje- lo hago con la intención de jugar, no de ponerme encima el peso de alguna expectativa”. Daniel Chacón ha autorizado la presente publicación de sus cuentos traducidos por Óscar Sarmiento.
Óscar D. Sarmiento
es profesor titular en la Universidad Estatal de Nueva York (SUNY Potsdam). Estudioso de la obra de Enrique Lihn y de otros poetas latinoamericanos. Recientemente realizó la traducción del libro Crucifixión en la Plaza de Armas de Martín Espada (Ciudad de México: Dharma Editores, 2019).
Óscar D. Sarmiento
es profesor titular en la Universidad Estatal de Nueva York (SUNY Potsdam). Estudioso de la obra de Enrique Lihn y de otros poetas latinoamericanos. Recientemente realizó la traducción del libro Crucifixión en la Plaza de Armas de Martín Espada (Ciudad de México: Dharma Editores, 2019).