Fue el brillo
Fue el brillo. El cachorro saltaba luminoso entre las patas polvorientas y ajadas de los pocos que quedaban por allá: la miseria alienta la grieta, la talla; va arañando lenta, a la intemperie, la piel de sus nacidos; la hace cuero seco, la cuartea, le impone una morfología a sus criaturas. Al cachorro todavía no, irradiaba alegría de estar vivo, una luz no alcanzada por la triste opacidad de una pobreza que era, estoy convencida, más falta de ideas que de ninguna otra cosa.
Hambre no teníamos, pero todo era gris y polvoroso, tan turbio que cuando vi al cachorro supe lo que quería para mí: algo radiante. No era la primera vez que veía uno, incluso había parido a mis criaturas, y no es que no destellara nunca la llanura. Refulgía con el agua, revivía aunque se ahogara, toda ella perdía la chatura, corcoveaba de granos, tolderías, indios dados vuelta, cautivas desatadas y caballos que nadaban con sus gauchos en el lomo, mientras cerca los dorados les brincaban veloces como rayos, y caían para lo hondo, para el centro del cauce desbordado, y en cada fragmento de ese río que se comía las orillas se espejaba algo de cielo y no parecía cierto ver todo eso, cómo el mundo entero era arrastrado a un vértigo barroso que caía lentamente y girando sus cientos de leguas rumbo al mar.
Primero luchaban hombres, perros, caballos y terneros huyéndole a lo que asfixia, a lo que chupa, a lo fuerte del agua que nos mata. Unas horas después ya no había guerra, era larga y era ancha la manada, cimarrón como el río mismo ese ganado ya perdido, arrastrado más que arriado, dando vueltas carnero los carneros y todo lo demás; las patas para arriba, para adelante, para abajo, para atrás, como trompos con eje horizontal; avanzaban veloces y apretados, entraban vivos y salían kilogramos de carne putrefacta. Era un cauce de vacas en veloz caída horizontal: así caen los ríos en mi tierra, con una velocidad que a la vez es un ahondarse, y así vuelvo al polvo que todo lo opacaba del principio y al fulgor del cachorro que vi como si nunca hubiera visto otro y como si no hubiera visto nunca las vacas nadadoras, ni sus cueros relumbrantes, ni toda la llanura echando luz como una piedra mojada al sol del mediodía.
Lo vi al perro y desde entonces no hice más que buscar ese brillo para mí. Para empezar, me quedé con el cachorro. Le puse Estreya y así se sigue llamando y eso que yo misma cambié de nombre. Me llamo China, Josephine Star Iron y Tarira ahora. De entonces conservo sólo, y traducido, el Fierro que ni siquiera era mío y el Star que elegí cuando elegí a Estreya. Llamar, no me llamaba: nací huérfana, ¿puede eso ser posible?, como si me hubieran dado a luz los pastitos de flores violetas que suavizaban la ferocidad de esa pampa, pensaba yo cuando escuchaba el “como si te hubieran parido los yuyos” que decía la que me crió, una negra enviudada más luego por el filo del cuchillo de la bestia de Fierro mi marido, que quizás no veía de borracho y lo mató por negro nomás, porque podía, o quizás, y me gusta pensar esto aun de ese que era él, lo mató para enviudarla a la Negra que me maltrató media infancia como si yo hubiera sido su negra.
Fui su negra: la negra de una Negra media infancia y después, que fue muy pronto, fui entregada al gaucho cantor en sagrado matrimonio. Yo creo que el Negro me perdió en un truco con caña en la tapera que llamaban pulpería, y el cantor me quería ya, y de tan niña que me vio, quiso contar con el permiso divino, un sacramento para tirarse encima mío con la bendición de Dios. Me pesó Fierro, antes de cumplir 14 ya le había dado dos hijos. Cuando se lo llevaron, y se llevaron a casi todos los hombres de ese pobre caserío que no tenía ni iglesia, me quedé tan sola como habré estado de recién parida, sola de una soledad animal porque solo entre las fieras se pueden salvar ciertas distancias: una bebé rubia y de ojos azules como no hay azul fuera del cielo allá en la llanura no caía así nomás en manos de una negra. Pero esta boca, me han dicho, esta boca no es de inglesa.
Cuando se llevaron a la bestia de Fierro como a todos los otros, se llevaron también al gringo de “Inca la perra”, como cantó después el gracioso, y se quedó en el pueblo aquella colorada, Elizabeth, sabría su nombre luego y para siempre, en el intento de recuperar a su marido. No le pasaba lo que a mí. Jamás pensé en ir tras Fierro y mucho menos arriando a sus dos hijos. Me sentí libre, sentí cómo cedía lo que me ataba y le dejé las criaturas al matrimonio de peones viejos que habían quedado en la estancia. Les mentí, les dije que iba a rescatarlo. El padre volvería o no, no me importaba entonces: tenía catorce años más o menos y había tenido la delicadeza de dejarlos con viejos buenos que los llamaban por sus nombres, mucho más de lo que yo nunca había tenido.
La falta de ideas me tenía atada, la ignorancia. No sabía que podía andar suelta, no lo supe hasta que lo estuve y se me respetó casi como a una viuda, como si hubiera muerto en una gesta heroica Fierro, hasta el capataz me dio su pésame esos días, los últimos de mi vida como china, los que pasé fingiendo un dolor que era tanta felicidad que corría leguas desde el caserío hasta llegar a una orilla del río marrón, me desnudaba y gritaba de alegría chapoteando en el barro con Estreya. Debería haberlo sospechado, pero fue mucho después que supe que la lista de gauchos que se llevó la leva la había hecho el capataz y se la había mandado al estanciero que se la había mandado al juez. El cobarde de Fierro mi marido, charlatán como pocos, de eso nunca cantó nada.
Yo, de haber sabido, les hubiera hecho llegar mi agradecimiento. No hubo tiempo. Por el color nomás, porque había visto poco blanco y albergaba la esperanza de que fuera mi pariente, me le subí a la carreta a Elizabeth. Le pasaría algo parecido a ella también porque me dejó acercarme, a mí, que tenía menos modales que una mula, menos modales que el cachorro que me acompañaba. Me miró con desconfianza y me alcanzó una taza con un líquido caliente y me dijo “tea”, como asumiendo que no conocería la palabra y teniendo razón. “Tea”, me dijo y eso que en español suena a ocasión de recibir, “a tí”, “para tí”, en inglés es una ceremonia cotidiana y eso me dio con la primera palabra en esa lengua que tal vez había sido mi lengua madre y es lo que tomo hoy mientras el mundo parece amenazado por lo negro y lo violento, por el ruido furioso de lo que no es más que una tormenta de tantas que sacuden este río.
La carreta
Es difícil saber qué se recuerda, si lo que fue vivido o el relato que se hizo y se rehizo y se pulió como una gema a lo largo de los años, quiero decir lo que resplandece pero está muerto como muerta está una piedra. Si no fuera por los sueños, por esas pesadillas donde soy otra vez una niña sucia y sin zapatos, dueña sólo de dos trapos y un perrito como un cielo, si no fuera por el golpe que siento acá en el pecho, por eso que me angosta la garganta las pocas veces que voy a la ciudad y veo a una criatura flaca, despeinada y casi ausente, si no fuera por, en fin, los sueños y los estremecimientos de este cuerpo, no sabría si es verdad lo que les cuento.
Quién sabe qué intemperie hizo reflejo en Elizabeth: tal vez la soledad. Tenía dos misiones por delante, rescatar al Gringo y hacerse cargo de la estancia que debía administrar. Le iba a venir bien que la tradujeran, contar con lenguaraz en la carreta. Algo de eso hubo aunque creo que hubo más. Yo recuerdo su mirada de ese día: vi la luz en esos ojos, me abrió la puerta al mundo. Ella tenía las riendas en la mano, se iba sin saber bien para dónde en ese carro que tenía adentro cama y sábanas y tazas y tetera y cubiertos y enaguas y tantas cosas que yo no conocía. Me paré y la miré desde abajo con la confianza con que Estreya me miraba cada tanto cuando caminábamos juntos a lo largo de los campos o del campo, cómo saber de esa planicie toda igual cuándo usar el plural y el singular, se dirimió un poco después: se empezó a contar cuando el alambre y los patrones. Entonces no, la estancia del patrón era todo un universo sin patrón, caminábamos por el campo y a veces nos mirábamos mi perrito y yo y en él había esa confianza de los animales, encontraba Estreya en mí una certeza, un hogar, algo que le confirmaba que lo suyo no sería la intemperie. Así la miré yo a Liz, como un cachorro, con la certeza loca de que si me devolvía afirmativa la mirada ya no habría más nada que temer. Hubo un sí en esa mujer de pelo rojo, esa mujer tan transparente que se le veía pasar la sangre por las venas cuando algo la alegraba o la enojaba. Después vería su sangre congelada por el miedo, burbujeando de deseo o haciéndole hervir la cara de odio.
Nos subimos con Estreya, nos hizo un lugar en el pescante. Estaba amaneciendo, la claridad se filtraba por las nubes, garuaba, y cuando empezaron a moverse los bueyes tuvimos un instante que fue pálido y dorado y destellaron las mínimas gotas de agua que se agitaban con la brisa y fueron verdes como nunca los yuyos de aquel campo y se largó a llover fuerte y todo fulguró, incluso el gris oscuro de las nubes, era el comienzo de otra vida, un augurio esplendoroso era. Bañadas así, en esa entraña luminosa, partimos. Ella dijo “England”. Y por ese tiempo para mí esa luz se llamó light y fue Inglaterra.
Los cimientos en el polvo
Fuimos lamidas por esa luz dorada nuestras primeras horas juntas. Una very good sign, dijo y entendí, no sé cómo le entendía casi todo casi siempre, y le contesté sí, ha de ser de buen augurio, Colorada, y cada una repitió la frase de la otra hasta decirla bien, éramos un coro en lenguas distintas, iguales y diferentes como lo que decíamos, lo mismo y sin embargo incomprensible hasta el momento de decirlo juntas; un diálogo de loros era el nuestro, repetíamos lo que decía la otra hasta que de las palabras no quedaba más que el ruido, good sign, buen augurio, good augurio, buen sign, güen saingurio, güen saingurio, güen saingurio, terminábamos riéndonos, y entonces lo que decíamos se parecía a un canto que quién sabe hasta dónde llegaría: la pampa es también un mundo hecho para que viaje el sonido en todas direcciones; no hay mucho más que silencio. El viento, el chillido de algún chimango y los insectos cuando andan muy cerca de la cara o, casi todas las noches menos las más crudas del invierno, los grillos.
Partimos los tres. No sentí que dejara nada atrás, apenas el polvo que levantaba la carreta que era, esa mañana, muy poco; avanzábamos despacio sobre una vieja rastrillada, uno de esos caminos que habían hecho los indios cuando iban y venían libremente, hasta dejar la tierra tan firme que seguía apisonada todos esos años después, no sabía cuántos, sí que eran más que los que llevaba vividos.
En poco tiempo el sol dejó de ser dorado, dejó de lamernos y se nos clavó en la piel. Todavía las cosas hacían sombra casi todo el tiempo pero ya empezaba a quemar el sol del mediodía, era septiembre y el suelo se rompía con el verde tierno de los tallos nuevos. Ella se puso un sombrero y me puso uno a mí y fue entonces que conocí la vida al aire libre sin ampollas. Y empezó a volar el polvo: el viento nos traía el que levantaba la carreta y todo el de la tierra alrededor, nos iba cubriendo la cara, los vestidos, los animales, la carreta entera. Mantenerla cerrada, preservar su interior aislado del polvo, lo comprendí enseguida, era de lo que más le importaba a mi amiga y fue uno de mis mayores desafíos durante la travesía entera. Días perdimos plumereando cada cosa, era necesario disputarle cada objeto al polvo: Liz vivía con el temor de ser tragada por esa tierra salvaje. Tenía miedo de que nos devorara a todos, de que termináramos siendo parte de ella como Jonás fue parte de la ballena. Supe que la ballena era un pez. Algo así como un dorado pero gris, cabezón y del tamaño de una caravana de carretas y también capaz de llevar cosas en su interior, transportaba un profeta esa ballena de Dios y surcaba el mar así como nosotras surcábamos la tierra. Ella cantaba un canto grave de agua y viento, bailaba, daba saltos y echaba vapor por un agujero que tenía en la cabeza. Me empecé a sentir ballena moviéndome tan suelta en el pescante entre tierra y cielo: nadaba.
El primer precio de tanta felicidad fue el polvo. Yo, que había vivido entera adentro del polvo, que había sido poco más que una de las tantas formas que tomaba el polvo allá, que había sido contenida por esa atmósfera, es también cielo la tierra de la pampa, comencé a sentirlo, a notarlo, a odiarlo cuando me hacía rechinar los dientes, cuando se me pegaba al sudor, cuando me pesaba en el sombrero. Una guerra le declaramos aun sabiendo que esa guerra la perdemos siempre: tenemos los cimientos en el polvo.
Pero la nuestra era una guerra de día a día, no de eternidades.
[Gabriela Cabezón Cámara es una escritora, periodista y docente argentina. Ha publicado, entre otros: La Virgen Cabeza, Le viste la cara a Dios, Romance de la Negra Rubia y Las aventuras de la China Iron. Esta última novela ha sido seleccionada en la long list del Booker Prize International de este año. No sabemos si seguirá en carrera, pero esta nominación es para ella en sí un premio, dice la autora, que, dice también, en este momento está interesada en el crecimiento de los zapallos de su huerta, el giro animal, el ambientalismo, los afectos, pensamientos, literaturas y pobladores del Sur, remar en Kayak y preparar las clases para su materia en la carrera de Artes de la Escritura de la Universidad Nacional de las Artes. Por lo demás, quisiera ir a la playa un par de semanas]