En Mi Nombre: Historias de identidades restituidas. Por Ángela Pradelli
Macarena Gelman García Iruretagoyena
La vida intensa
La verdad, como un perfume de naranjas ácidas que refresca
el aire y aun en el amargor todo lo vuelve más liviano
En el año 2000 Macarena tenía 23 años, era hija única del matrimonio Tauriño. Los tres, uruguayos, habían vivido siempre en Montevideo. Ángel Tauriño había muerto hacia solo tres meses. Por eso, por aquel entonces madre e hija vivían ya las dos solas y en ese momento estaban atravesando juntas el dolor de la pérdida. Macarena estudiaba bioquímica. Trabajaba también, en el laboratorio clínico de un hospital. No eran días fáciles, como tampoco habían sido fáciles los últimos meses en los que el padre de Macarena había estado internado. “Perdóname”, le pedía él durante esos últimos días de agonía.
– Después tengo que hablar contigo – le dijo la madre a Macarena.
Ella estaba preparándose para ir a trabajar.
– ¿Qué pasó? – le preguntó.
Macarena siempre se movía mucho, desde chica. Era su característica. Nunca se quedaba quieta y estaba todo el día yendo y viniendo de aquí para allá.
– Ahora no – le contestó su madre -. Cuando vuelvas – dijo, y sintió dolor del nudo en la garganta -. Pero te vas a tener que quedar quieta para que hablemos tranquilas.
– ¿Qué pasó? – insistió Macarena.
Su madre se negó a hablar.
– Cuando vuelvas de trabajar – alcanzó a decir antes de quebrarse.
Macarena se asustó cuando la vio llorar.
– Te pido que hablemos cuando vuelvas de tu trabajo – le rogó su madre.
– Yo no me voy. No puedo irme a trabajar y dejarte así, llorando, quiero saber qué pasa.
La madre intentó decir algo pero el llanto la ahogó en sus propias palabras y Macarena no pudo entender lo que decía.
– ¿Es algo sobre papá? – pregunto Macarena.
La madre lloraba y no respondió.
– ¿Es sobre mí?
Aunque entre espasmos, la madre pudo contestar esa pregunta:
– Es sobre los tres – dijo.
– ¿Qué pasa? – preguntó Macarena.
La madre no contestó.
– ¿Qué? – dijo Macarena y, aunque nunca lo había pensado antes, le preguntó -: ¿no soy hija de ustedes?
La madre levantó la cabeza y la miró.
– ¿Quién te lo dijo? – le preguntó.
– Nadie.
– Sí – le dijo la madre a Macarena.
– ¿Sí qué?
La madre le contó sobre aquella noche y su llegada a la casa.
– Si querés saber más – le dijo su madre -, tendrías que hablar con monseñor Galimberti, él te va a explicar mejor que yo.
El sacerdote al que se refería su madre era el obispo de San José y Flores, dos departamentos de Uruguay. El padre de Macarena había sido jefe de policía de San José. No era un cargo de carrera, sino político. Los dos eran autoridades en aquel momento, de la policía y de la iglesia. Por eso se conocían. Fue el obispo el que había hablado con su madre para decirle que había un argentino, que era escritor, que había llevado a cabo una investigación particular con la colaboración de personas y organizaciones de la sociedad civil tanto de Uruguay como de la Argentina. El escritor tenía la presunción de que Macarena podía ser su nieta y quería contactarla.
La noche del 14 de enero de 1977, a las 23:20 exactamente, en Montevideo, alguien había dejado una beba dentro de un canasto en la puerta de la casa del matrimonio Tauriño. No era un moisés, era un canasto. Había también una carta que decía: “La nena nació el 1 de noviembre. Soy la madre y no la puedo cuidar”. Los Tauriño no tenían hijos. Tampoco pensaban en una adopción, pero para la señora Tauriño encontrar una beba en un canasto en la puerta de su casa significó un desamparo que no iba a desatender y decidieron que se quedarían con ella. Al día siguiente, el matrimonio salió a comprar todo lo que la beba necesitaría. Ropa, pañales, mamaderas, leche, chupete. Así que todos los vecinos se enteraron de la noticia, en la farmacia, en la tienda, todo el barrio supo de la llegada de la beba, a quien decidieron llamar María Macarena porque la señora de Tauriño era muy creyente y en la parroquia de su barrio estaba la imagen de la virgen de la Macarena.
Y aunque todo el barrio lo supo, con el tiempo, todos se fueron silenciado y la historia de la llegada de la beba a la casa se mantuvo oculta. Hasta esa tarde en que la verdad explotó entre Macarena y su madre.
No es que ya de más grande a la niña no le gustara el nombre Macarena. Le gustaba, sí, pero es que ese nombre la hacía sufrir, y no era solo porque ninguna otra nena se llamaba como ella. Lo que la hacía sufrir, sobre todo, era que algunos de sus amiguitos ni siquiera pudieron pronunciarlo. Otros se lo olvidaban y a la hora de llamarla le decían Karina, Magdalena, Carena, cualquier nombre, pero nadie podía decir el suyo y para ella la cuestión del nombre era traumática.
Pero fuera de eso, de que sus amiguitos no la llamaran por su nombre, Macarena tuvo durante la infancia y la adolescencia momentos felices. Salvo, claro, por la pesadilla que se le repetía por las noches.
Ese día en que su madre lloraba mientras le decía lo que le dijo, Macarena no fue a trabajar como tenía previsto. Tampoco fue al día siguiente, y tardó dos semanas en volver, porque la vida que llevaba de estudiante y empleada de un laboratorio de hospital se interrumpió para ella. Y aunque entró en un estado de shock, quiso de todas maneras, inmediatamente, averiguar y saber todo lo que fuera posible. Primero fue a hablar con el obispo, después empezó a buscar en Internet. Quería saber más, hablaba con uno, con otro. En una misma tarde, Macarena supo no solo su propia historia y la de su familia biológica, sino también una parte de la historia de la Argentina, de Uruguay y de las dictaduras que habían gobernado esos países.
De chica, a Macarena se le repetía la pesadilla que la angustiaba tanto. Pero durante el día, leía poesía, escribía también y jugaba con sus amigos. Era muy inquieta, se movía de aquí para allá, y hacía muchas cosas. Le gustaba dibujar, hacía cerámica, escribía, tocaba la guitarra. Hasta que terminó la escuela, y cuando llegó a la facultad, abandonó toda la veta artística y la cambió por la biología celular.
Sin embargo, a pesar de tantas cosas buenas, Macarena sentía por momentos cierta incomodidad que no terminaba de explicarse. Siempre había algo de ella que no encajaba del todo con el resto de las personas y del contexto. Le pasaba en todos lados, y en todos los aspectos de su vida. En la familia, en la escuela, en todo. Pero como creció con esa sensación, la creía natural y solo en la adolescencia supo que esa incomodidad suya no le pasaba a todo el mundo y empezó a sentirla como algo más perturbador. Había ciertas cosas que ella nunca terminaba de explicárselas de todo, piezas del mundo en el que vivía que no se podían acomodar completamente en su persona.
Pero aun a pesar de esos momentos en que sentía esa leve perturbación con respecto a los demás, y a pesar del sueño que se repetía, en su infancia hubo muchas cosas lindas. Casi todos los grandes le decían que ella era muy madura para la edad que tenía. Lo pensaban todos. Los maestros en el colegio, los amigos de sus padres. Todos le decían que siempre reaccionaba con más madurez que los chicos de su edad. Y aunque ella no se daba cuenta de eso, pensaba que tal vez fuera porque sus padres eran mayores, tenían ya 44 y 46 cuando ella nació, una edad muy cercana a la que tenían los abuelos de sus amigas. Además, todo el entorno familiar era de gente mayor.
Pero lo malo de aquellos años de infancia y adolescencia había sido el sueño. Un sueño raro. Una pesadilla que la hacía saltar a la noche de su cuarto con un llanto que quebraba el silencio de las madrugadas. Siempre el mismo sueño. Fue el primer sueño que ella recuerda haber tenido y fue también un sueño recurrente hasta los 14 años. Porque hasta esa edad, Macarena se despertaba llorando pero convencida de que venía de una realidad, y no de un sueño. Era siempre la misma situación: ella estaba en su casa y a través de una ventana pequeña veía a unos hombres armados vestidos de negro que avanzaban hacia ella por un pasillo. Los hombres llevaban armas largas. Ella sentía miedo de verlos entrar. En el sueño, ella creía que eran ladrones que entraban a la casa para robar, pero una vez adentro, Macarena sentía que los hombres armados habían ido a buscarla a ella. En la pesadilla, los ladrones nunca habían robado ningún objeto de la casa. Ella los veía avanzar y cuando los hombres estaban por encontrarla, Macarena se despertaba llorando. Durante años, un mismo terror que nunca pudo contárselo a nadie. Hasta que cumplió 14, y dejó de soñarlo.
A partir de aquella tarde en que su madre le había dicho la verdad, Macarena quería saber más y durante mucho tiempo se dedicó a preguntar, a averiguar, a leer. Pero era difícil absorber todo lo que estaba pensando. Ahora estaban las dos solas, su mamá adoptiva y ella, porque su padre había muerto tres meses atrás. No tenía otro vínculo familiar fuerte para compartir lo que le estaba pasando. Macarena llamaba a diferentes personas, a uno, a otro. Pensaba en lo que tenía que hacer. Además, su abuelo biológico, el padre de su padre, era uno de los poetas más importantes y aunque todavía los medios no revelaban su identidad, el caso ocupaba cada vez más espacio en los distintos medios de Argentina y Uruguay. Su nombre no había transcendido todavía y por lo tanto no se la identificaba con la protagonista de la noticia, pero su historia ya se contaba en los diarios, en las revistas, en la televisión.
Macarena nunca había sospechado que ella no era hija de los padres que la criaron, ni siquiera tuvo dudas, jamás se planteó preguntas que tuvieran que ver con la filiación. Pero aquellas pesadillas, lo entendió después, la habían estado alterando. Como un registro de lo que había vivido que se le manifestaba cada noche. Porque después, cuando se fue enterando de todo, supo que a sus padres se los habían llevado por la madrugada, que la casa en la que vivían tenía un pasillo largo.
María Macarena Gelman García Iruretagoyena es hija de Marcelo Gelman y María Claudia García Iruretagoyena. Y aunque aún hoy todavía no sabe dónde nació exactamente, sí sabe que no fue en la Argentina sino en Montevideo. En la Argentina la buscaban sus abuelos maternos y paternos. Todos la buscaban, como podían, con los recursos que tenían. En Uruguay empezaron a buscarla recién a fines de los noventa, que es cuando alguien le mencionó a su abuelo paterno que su nuera podría haber sido trasladada a Uruguay. Eso nada más, pero fue un camino certero. Y cuando por fin la encontraron, su abuelo paterno y su esposa, que fueron los primeros que tuvieron resultados de la investigación sobre sus búsquedas, resolvieron que el contacto con la señora de Tauriño, la mamá adoptiva de Macarena, lo hiciera un sacerdote. Sería lo mejor, ella era muy creyente, así que un obispo uruguayo sería el mejor puente para transmitir la historia y llegar a las dos. Después viene aquella tarde en que ella está por irse a trabajar al laboratorio y su madre dice que tiene que hablarle, pero no puede parar de llorar y finalmente todo estalla y se sabe la verdad.
Al primero que Macarena conoció cuando la encontraron en Montevideo fue a su abuelo Juan. Y ese mismo día conoció a su mujer, Mara. Fue a fines de marzo del año 2000. Enseguida contactó a través de un programa de Internet, ICQ, con su abuelo materno y su tío, que viven en Barcelona. Pasaba mucho tiempo en el chat, hablando con ellos. Macarena lamentó no haber conocido a su abuela materna, María Eugenia, que hizo tanto por encontrarla. Fue también por esa época que entró en contacto con su abuela paterna. Pero todavía faltaba el examen, porque todo esto ocurrió antes de que Macarena se hiciera los análisis genéticos. Ella siempre tomó sus decisiones muy en solitario. En algún momento empezó a hacer consultas con un abogado, el doctor Gonzalo Fernández. Él y el obispo, monseñor Galimberti, el que había contactado con su madre, fueron las dos únicas personas con las que Macarena consultaba. En el año 2000 ella no tenía mucha información sobre el Banco de Datos y por eso, por las dudas, Macarena decidió hacerse dos ADN, uno en el hospital Durand y el otro en un laboratorio privado. La primera parte del ADN del laboratorio privado se hizo en Uruguay, y se completó en Francia. Macarena, que en ese momento estaba estudiando bioquímica en la facultad y en el último año había hecho un curso de genética, sabía que la única forma certera de saber su filiación era hacerse ese estudio. En 11 de abril de 2000, Macarena viajó a Buenos Aires y ese mismo día fue al hospital Durand para que le tomaran la muestra. Dos meses después le dieron el resultado. Un poco antes le habían dado también el que se había hecho en el laboratorio privado. La diferencia entre un estudio y otro fue que en el Durand, en el Banco de Datos, estaba la muestra de María Eugenia, su abuela materna, pero aun así los dos análisis arrojaron resultados similares. Para Macarena significó mucho, era indispensable para asegurarse de que lo que le estaban contando era verdad. Necesitaba el resultado de los exámenes de ADN para confirmar que todo lo que había absorbido en ese tiempo era así, y que esa era realmente su historia. Por otra parte, si no era hija de Claudia y Marcelo, la búsqueda tendría que empezar de cero. Porque si no era hija de ellos, tenía que saber de quién era. Fue un alivio la confirmación del Banco de Datos. Al mismo tiempo, Macarena sintió que se desarmaba y que ahora tenía que empezar a conocer la historia que durante veintitrés años le habían ocultado.
Para reconstruir los últimos meses de sus padres y los primeros meses de su vida, Macarena tuvo algunas fechas ciertas. Son apenas algo más que un puñado de días, meses, años que ordenaron los hechos y compusieron la historia. Pilares sobre los que pudo fundar la historia de sus padres.
El 24 de agosto de 1976, por la madrugaba los militares entran en la casa y se llevan a sus padres. Su madre tiene 19 años y está embarazada de siete meses; había egresado del Lengüitas y estaba inscripta en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. Su padre tiene 20 años y había estudiado en el Nacional Buenos Aires. A los dos los llevan al centro clandestino de detención Automotores Orletti.
A mediados de septiembre lo ven a Marcelo por última vez en ese lugar.
El 6 o 7 de octubre, un sobreviviente ve a María Claudia en el centro clandestino Orletti por última vez. Ya nadie vuelve a verla en la Argentina.
El 14 de octubre de 1976 encuentran tambores de aceite de 200 litros en el Canal de San Fernando. Dentro de los tambores hay ocho cadáveres a los que les toman las huellas digitales y los entierran en el cementerio de San Fernando como NN. En 1989 los desentierran y se realizan las pericias para identificarlos. Uno de esos cuerpos es el del papá de Macarena, Marcelo Gelman.
Por testimonios de sobrevivientes, hay una presunción firme de que Macarena nace entre fines de octubre y principios de noviembre de 1976. Hay una coincidencia entre la fecha que se menciona en la nota que está en el canasto en el que Macarena es dejada aquella noche en la casa de Montevideo y el certificado firmado por la obstetra que atendía a María Claudia antes de que la secuestraran. En ese certificado se estima que la fecha probable de parto es el 1 de noviembre de 1976.
El 22 de diciembre de 1976 es la última vez que ven a María Claudia con vida en una de las sedes de SID, el Servicio de Información y Defensa de Uruguay, que funciona como centro clandestino. Está con su hija recién nacida, la lleva en un canastito. Después de ese día, ya no se sabe más nada de María Claudia.
El 14 de enero de 1977, personal de las fuerzas conjuntas de Uruguay dejan a la beba en un canasto en la puerta de la casa del matrimonio Tauriño. Macarena no cree que haya sido una elección azarosa sino que fue una familia elegida. Si bien es probable que no estuvieran necesariamente elegidos desde antes del traslado de María Claudia desde Buenos Aires a Montevideo, hay algunos indicios de que quienes fueron sus padres de crianza eran una pareja destinataria y que no la dejaron ahí por casualidad. Es probable que esa niña en un canasto en la puerta de una casa de Montevideo haya sido una manera de justificar su aparición en ese barrio, en esa familia y seguramente ante la señora Tauriño. Quizás Ángel Tauriño haya sabido algo más y para él no haya sido del todo una sorpresa ese canasto en la puerta de su casa. Durante los últimos días en el hospital, cuando Macarena iba a cuidar a su padre, algunas veces él le pedía que lo perdonara. En ese momento ella no asoció ese pedido de perdón con nada que no fuera la vida que llevaban, y aunque le parecía extraño que su padre le pidiera perdón, pensó que se estaba refiriendo a que pronto él iba a morirse y las dejaría solas a ella y a su madre. Ahora, Macarena asocia ese pedido de perdón a otras circunstancias que por entonces desconocía.
Alguien había decidido arrancar a esa beba de los brazos de su madre y dejarla en un canasto en una puerta de una casa de un matrimonio sin hijos. Y a pesar de que pueda parecerlo por el modo, por la manera en que sucedieron las cosas – alguien que una noche deja una criatura dentro de un canasto en la puerta de una casa -, no fue un asunto azaroso. Lo cierto es que, hasta los 23 años, hasta esa tarde en que supo la verdad, Macarena nunca había pensado que podía no ser hija de los padres con los que había crecido. En la partida de nacimiento, Macarena fue inscripta con el apellido de sus padres adoptivos, Tauriño Vivian. Aunque en una agenda de su papá adoptivo, que encontró hace poco tiempo, descubrió algunos datos relacionados con su inscripción, un poco tardía, en el registro civil, algunas visitas a un abogado.
Por esa época Macarena empezó a tener la sensación de que ocultaba algo. Estaba con sus amigos, en la facultad, en el trabajo, y de repente tenía esa sensación: ella les encubría algo. A veces le pasaba cuando estaba con desconocidos también.
Tardó en cambiarse el apellido. No era tanto porque dudara. Era más bien que estaba abocada a otra cosa. Conocer a los amigos de sus padres, conseguir documentación, averiguar, preguntar. Pero claro que lo cambiaría, si no, sentiría que estaba ocultando a sus padres, su apellido, su historia. Las cosas habían sido muy injustas con ellos y merecían que su hija llevara su apellido. También lo merecía ella. Recién en 2005 Macarena se hizo el documento nuevo con el apellido de sus padres biológicos. Si era varón, sus papás iban a llamarlo Ernesto. Si era mujer, la llamarían Ana. El nombre Macarena se lo había elegido su mamá adoptiva, le gustaba, había crecido con ese nombre y se sentía identificada con él. Además, sabía que la Virgen de la Macarena era la virgen de los toreros, la virgen de Sevilla, lugar de nacimiento de su abuelo materno. Había, de algún modo, una conexión en los nombres y las historias. Así que decidió no cambiárselo. Solo una vez tuvo una confusión con el apellido y fue ese mismo año. Había ido a rendir un parcial. Los alumnos cuyos apellidos comenzaban con letras entre la A y la G daban en el salón de actos. Alumnos de apellido entre la H y la Z, en el primero piso. Macarena subió al primer piso, esperaba que la llamaran por Tauriño, el apellido con el que había crecido. Cuando terminaron con el listado, se acercó para preguntarle al profesor por qué no la habían llamado para rendir, pero no hizo falta la pregunta porque en ese mismo instante se dio cuenta del error. Ahora llevaba el apellido Gelman. Entonces bajó rápido las escaleras hasta el salón de actos. A veces piensa en agregarse el nombre que sus padre biológicos habían pensado para ella, Ana. Tal vez lo haga en algún momento.
No es mucho más lo que sabe Macarena sobre la vida de sus padres. Pero sigue preguntando, y cada tanto aparece alguna nueva información. Los dos eran muy jóvenes cuando los secuestraron. En esa época de la vida, las personas pasan más tiempo con los amigos que con la familia. Los amigos y compañeros de estudio de sus padres que se acercaron a Macarena le fueron contando algunas cosas. Así, Macarena sigue reconstruyendo esas vidas. Varios sobrevivientes del centro clandestino de detención de Montevideo relataron la presencia de una mujer que estaba sola, separada del resto. Era joven y estaba embarazada. Esa mujer, sabían, no era uruguaya. Los sobrevivientes le dijeron también que en algún momento la muchacha estuvo con otros dos niños que después se llevaron. Algunos recordaron la noche en que la muchacha empezó con el trabajo de parto. El guardia hizo un llamado telefónico y preguntó qué tenía que hacer. Enseguida llamó un médico que indicó trasladarla, seguramente al Hospital Militar. Un par de días después, la muchacha volvió al centro clandestino con su beba. Los sobrevivientes recuerdan el llanto de un bebé recién nacido y que el guardia les preguntó a las mujeres que estaban detenidas cómo se preparaba una mamadera. Durante esos días, una de las detenidas vio a través de una ventana a la muchacha que había estado embarazada, ahora tenía la beba en brazos. También otro testimonio de un ex soldado confirmo que la mujer embarazada había estado ahí, que había tenido al bebé. Reconoció el lugar en donde habían estado la madre con su hija recién nacida. La misma persona había estado presente cuando dos militares sacaron a María Claudia de allí, llevaba a su bebe en un pequeño canasto. Era de noche y escuchó que uno de los militares, en referencia a ese traslado, le dijo a otro: “A veces hay que hacer cosas embromadas”. Macarena se ve habitualmente con sobrevivientes de los centros clandestinos que estuvieron con sus papás. Ellos le contaron sobre lo que allí ocurría y sobre el cautiverio de sus padres. Otros amigos de sus padres le contaron sobre distintos lugares a los que ellos iban antes de la detención, o sobre la casa en la que vivían. Macarena las llama conexiones físicas. Ir y estar donde estuvieron sus padres. Por eso fue a la casa de una amiga donde su mamá iba a veces y se quedaba por unos días.
Los compañeros de la primaria y de la secundaria se acercaron y le contaron anécdotas de sus padres, historias breves, cotidianas.
También están las cartas que el papá escribía a sus amigos.
Tiene una foto en la que su mamá escribió una dedicatoria para un amigo.
En esas cartas y en esas dedicatorias, breves textos que a Macarena le gusta leer, siempre le llama la atención la noción de muerte. Una generación que, aun en los textos simples que escribían para comunicarse entre ellos, la idea de la muerte estaba muy presente. Varios de los poemas de Marcelo Gelman hacen alusión a la muerte. Hay en ellos una intensidad respecto al final de la vida que a Macarena le cuesta asociar con gente tan joven: sus padres y los amigos rondaban los 20 años. “Solo la muerte podrá separarnos”, escribió su madre en una dedicatoria. A Macarena sigue impactándola el poema de su padre “Despedida”,
Me despido de este país.
Me despido de mis amigos,
de mis enemigos.
Amigos.
Solo quiero recordarles
que no dejen de ser
mis amigos
Solo quiero recordarles
que no me olviden
a la marcha del tiempo,
a la marcha del tren
en que me vaya
que borran la huella
de la amistad lejana.
Además están las fotos, casi todas en blanco y negro. Hay fotos que le dieron sus abuelos. Fotos que le dieron amigos de sus padres. Tiene también doce fotos que le entregaron las Madres de Plaza de Mayo. Su abuelo María Eugenia las había llevado en 1977 cuando empezó a buscar a María Claudia y a Marcelo.
Un amigo de su papá le imprimió unas fotos de un campamento al que habían ido juntos. Eran de esas que se miraban con un dispositivo pequeño que tenía forma de cono. Había que concentrar toda la visión de un solo ojo en el foco y, del fondo de la oscuridad del dispositivo, parecía surgir toda la luz de una imagen, como si toda la vida estuviera encerrada ahí, como si toda la vida estuviera detenida ahí, en esos puntos de luz.
Las cartas, las fotos, las dedicatorias en las fotos, todo le fue diciendo a Macarena cómo era su mamá y su papá, cómo pensaban, lo que sentían por los otros.
Y alguien le dio los poemas que escribió su papá.
Y su abuelo le dio batitas que habían comprado para cuando naciera y que ella guardó durante veintitrés años.
En 2002 Macarena viajó a Barcelona para conocer a su abuelo materno y a su tío. Hasta ese momento, siguieron comunicándose por Internet. Su tío le dio los anillos de su mamá y el reloj de su abuelo.
Todos los objetos, cada uno de ellos, se vuelven más grandes y se hacen cada vez más importantes para llenar el vacío de las ausencias.
En Uruguay hay un lugar en el que Macarena reconoce una conexión física con la historia. Un único espacio. El centro clandestino en el que ella y su mamás estuvieron juntas hasta que las separaron. En esa misma habitación ahora hay una placa con sus nombres, madre e hija, María Claudia García Iruretagoyena y María Macarena Gelman García Iruretagoyena. En la placa dice:
En memoria de María Claudia García Iruretagoyena y Macarena Gelman y de todas las personas víctimas del terrorismo de Estado que estuvieron privadas de libertad en este lugar, sede del Servicio de Información de Defensa (SID) y centro clandestino de detención, y en cumplimiento de la sentencia dictada de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, el 24 de febrero de 2011, en el caso “Gelman vs. Uruguay”.
En este lugar estuvieron detenidas María Claudia García Iruretagoyena, nacida el 6 de enero de 1957, y Macarena Gelman.
María Claudia, ciudadana argentina que se encontraba embarazada, había sido secuestrada junto a su esposo Marcelo Gelman en Buenos Aires, el 24 de agosto de 1976. Trasladada a Uruguay en el marco del Plan Cóndor permaneció detenida desaparecida y dio a luz a Macarena en Montevideo, presuntamente el 1 de noviembre de 1976.
Separada de su madre, Macarena fue sustraída y privada de su identidad permaneciendo desaparecida hasta conocer su historia 24 años después como consecuencia de la búsqueda incansable realizada por su familia con la colaboración de organizaciones y personas de la sociedad civil.
Montevideo, 21 de marzo de 2012
Su padre había sido encontrado en un tambor de aceite. En otro tambor fue encontrado el cuerpo de una mujer que, como su madre cuando la secuestraron, estaba embarazada. La mujer tenía un tiro en la nunca y otro tiro en el vientre. Esa mujer podría haber sido su mamá.
Un día, Macarena le preguntó a su mamá adoptiva si le había contado alguna vez sobre los hombres que entraban por la noches y la pequeña ventana del baño del fondo, pero su madre le contestó que no, que ella se despertaba llorando en la mitad de la noche y tenía mucho miedo. Que sí, eran sueños, unas tremendas pesadillas. Que ella iba a su cama a consolarla y que se quedaba hasta que lograba calmarse. Pero que no, que nunca le había contado qué era lo que soñaba. A sus amigos, los muchos que siempre tuvo, tardó en contarles quién era. Le costaba. Durante este tiempo, Macarena buscó distintas formas de contarlo. Ninguno de sus amigos, compañeros, conocidos, asociaba su nombre de entonces, María Macarena Tauriño, con la muchacha de la noticia que por esos días circulaba por todos los medios. Macarena fue buscando la forma. Se lo dijo primero a unos pocos.
Una vez se reunió con un pequeño grupo de amigas y les preguntó si habían leído en los diarios, si habían visto en la televisión, la historia de una chica uruguaya que era hija de argentinos desaparecidos durante la dictadura. ¿Sabían?, ¿habían oído algo? ¿No? Bueno, era ella.
Un día, estaba con unos amigos andando en bicicleta por la rambla y mientras avanzaban pedaleando, les contó su historia.
Al poco tiempo le mostró a otras amigas las fotos de cuando sus padres eran chicos. En esas fotos de la niñez de sus padres, Macarena se encontraba parecida en algunos gestos, en ciertos rasgos. La amiga miró las fotos. Dijo que no, no los conocía.
– ¿Quiénes son?
– Son mis padres – dijo Macarena.
– ¿Qué? – preguntó la amiga.
– Sí, son mis padres.
– ¿Cómo tus padres?
– Mi papá – dijo Macarena adelantando una foto -. Mi mamá – dijo, y adelantó la otra.
Por esos días, en que los medios hablaban de su caso pero aún no había circulado su identidad, un periódico local publicó la noticia y agregó una foto de Macarena de cuando tenía 6 o 7 años. Una foto del colegio de esas que se sacan como recuerdo. ¿Cómo habían obtenido esa foto en la redacción del diario? Quienes tenían esa foto eran los que habían ido al colegio, o quizás el colegio mismo. Solo alguien conocido, que había compartido con ella los días de escuela, gente conocida. Le dolió eso a Macarena.
Ahora, Macarena pasa algunos días en Buenos Aires y otros en Montevideo. Su madre y ella ya no viven juntas, pero siguen viviendo cerca. Su madre tiene ahora 82 años. Y a veces, cada tanto, sale la conversación sobre su llegada a la casa y a la familia. Su madre siempre la acompañó y respetó sus decisiones. Nunca se interpuso ni quiso interferir sobre las opciones. Lo mismo que su familia biológica. Nunca sintió presiones de ninguna de las dos partes.
Su abuelo el poeta le había pedido que le mostrara algo de lo que Macarena escribía, pero ella siempre se resistió.
“¿Mostrarle mis poemas a Gelman? No, los perdí a propósito”, dice, y se ríe.
Hay otra deuda que tiene con su abuelo Juan: leerlo más, y también leerlo más profundamente, porque hasta ahora lo leyó poco. Al que sí leyó, y le gusta mucho, es a Marcelo Gelman, su papá.
Entre risas, pero en serio también, dice Macarena que hasta el día de hoy se sigue construyendo a sí misma. Y agrega que ahora se construye sobre una base real. Ahora sabe quién es, dónde está su papá. Pero aún quedan algunos interrogantes: dónde está el cuerpo de su mamá. Lo peor es la incertidumbre acerca de qué paso con ella.
A Macarena le gustaría escribir. Volver a hacerlo con la libertad que escribía cuando era adolescente, porque cree que hablar no es lo mismo que escribir. Hay cosas que se dicen solo cuando se escriben. Otras que se saben solo cuando las ponemos sobre el papel.
En la reconstrucción de su historia, Macarena ganó amigos que antes habían sido amigos de sus padres. También, algunos hijos de amigos de sus padres que, de la misma manera que ellos, fueron desaparecidos.
El día en que ella finalmente obtuvo su nacionalidad argentina, el cónsul argentino en Uruguay le dijo que eso era una manera de que las cosas volvieran en cierta forma a su lugar. Una manera de construir, recuperar espacios que deberían haber sido algo distinto.
– ¿Nacionalidad?
– Uruguaya – contestó Macarena -, y argentina y española.
El funcionario se asombró.
– Española por tu abuelo materno, claro. Argentina por tus padres. ¿Pero por qué uruguaya?
Y eso pasa siempre con los trámites, y ella tiene que contar al menos un resumen de la historia, explicar esto tan difícil de entender, que alguien se sintió con el derecho de decidir dónde nacería ella, separarla de la familia.
Hay cosas, simples a veces, que a pesar de las separaciones forzosas permanecen en uno y nos reencuentran con los otros. Nos reconocemos en algunas inclinaciones, ciertas características. A Macarena le gustaba la química, de hecho estaba cursando la carrera cuando la encontraron. Supo que su abuelo, como ella, había incursionado en la carrera. Son piezas que se acomodan en algún momento de búsqueda, que se ajustan en los reencuentros. Ella, como su mamá, se había anotado para estudiar letras.
DICE MACARENA
Fue tremendo el poder que se atribuyeron los militares. Los represores decidían quién vivía y quién moría, qué bebé nacía y dónde iba el bebé que nacía. Hicieron desaparecer los cuerpos de las madres, mataron a los padres, los desaparecieron. Sintieron la impunidad para poder decidir sobre la vida o la muerte de las personas.
Es muy importante que tengamos acceso a la información y a la verdad. Creo que lo peor es que sintamos indiferencia por las cosas que sucedieron, por las cosas que pasan en el mundo. Pero sucede, y tal vez somos indiferentes porque no sabemos, porque desconocemos que son derechos fundamentales los que se violaron. Puede haber varias hipótesis sobre por qué llevaron a mi mamá a Uruguay pero la explicación más valida es que pudieron hacerlo porque tenían la impunidad para hacerlo. Eso es lo que más pesa en esta historia. Durante la dictadura todos los delitos se cometían con total impunidad.
Lo ultimo que sé de mi mamá es que el 22 de diciembre de 1976 la ven conmigo, y que ella me lleva en el canastito. Después no sé nada más. Es muy angustiante la incertidumbre de no saber qué hicieron con ella, de pensar lo que pudo haber pasado. No sé si mi mamá supo lo que había pasado con mi papá. No sé tampoco si se dio cuenta de que nos estaban separando y de que ella no iba a vivir. Eso es para mí lo peor, la incertidumbre. Cualquiera de las situaciones genera mucha angustia. Ni hablar de la crueldad con que los trataban y de lo bárbaros que fueron los militares como para hacer todo esto. Pero siempre es mejor saber la verdad de lo que sucedió, aun cuando fue terrible cómo atentaron contra la libertad de las personas, contra la vida.
Es tremendo también darse cuenta de cómo uno puede estar tan ajeno a eso que pasó, y cómo puede ignorar o permanecer indiferente. Por eso siempre es bueno difundir lo que nos pasó. Muchas veces la gente cuestiona que se haya podido vivir sin enterarse uno de ciertas cosas. Sí, lamentablemente sí, pasa a veces. A mí me buscaban todos. Mis abuelos maternos, paternos, Abuelas de Plaza de Mayo. Me buscaban en la Argentina, en el Uruguay, había campañas, la búsqueda estaba mediatizada. Incluso hubo una carta que mi abuelo le escribió al presidente de Uruguay y se hizo pública. Yo no me enteré de nada. No leí nada, no vi nada. Por eso es tan importante la difusión que se hace de las historias y la presencia del tema en los medios, en el teatro, en las escuelas, en todos lados. No es casualidad que en los últimos años se hayan encontrado tantos nietos. Contar nuestras historias no es solo una buena manera de hacer memoria. Es algo mucho más tangible, algo concreto como la posibilidad de que sigan apareciendo las personas que crecieron con identidades falsas, separadas de sus familias.
Una vez, antes de cambiarme el apellido, yo iba viajando en micro desde Montevideo a Piriápolis. Un señor que estaba sentado en el asiento de al lado empezó a conversar conmigo. No sé cómo salió el tema del apellido. Me preguntó de dónde era, mis orígenes. Le dije que mi familia era una mezcla porque mis abuelos eran ucranianos, rusos, que la familia de mi abuela materna eran italianos, que mi abuelo paterno era español. El hombre me preguntó de qué parte de España, le dije que de Sevilla. Ah, claro, dijo él y cuando me preguntó el apellido le dije Tauriño. El hombre se asombró, me dijo que ese apellido no coincidía con todo lo que le había contado sobre mi familia y mi ascendencia. Esa vez, como otras tantas, tuve esa sensación de estar ocultando algo.
En el GPS hay una función que dice “mi casa”, entonces dos por tres me confundo de lugar y si pongo “mi casa” y estoy en Montevideo me sale 650 kilómetros. Tengo esa dualidad en varios aspectos de la vida. En el domicilio, la nacionalidad, las familias, las historias.
Me gusta una frase que suele decir una amiga mía: “Mi cuerpo es mi casa”. Es que yo empecé como a instalarme acá en Buenos Aires y estoy en los dos lugares y en ninguno. Progresivamente, desde que viajé la primera vez a Buenos Aires para hacerme el análisis de ADN en el hospital Durand, en el año 2000, en cada viaje me acercaba un poco más a Buenos Aires.
Yo he sentido la vida intensa. En algunos momentos eso es bueno, en otros, no tanto. Recuerdo épocas en las que me divertí mucho, recuerdo épocas en las que sufrí. Claro, es muy difícil tener una visión del pasado que no esté ahora teñida con la verdad de mi historia. No puedo aislarme y ver mi vida de antes sin lo que pasó después. Cambia tu presente pero también hay cosas que cambian de tu pasado. Cosas que llegás a entender, cosas que te pasaban y no entendías. Yo creo que el hecho de poder conocer tus orígenes es mucho más que conocer tu identidad biológica, porque hay toda una historia que envuelve esa identidad biológica, que la hace tan particular, tan personal. Pero creo que la mayor tarea es reconstruirse uno mismo con lo que fue y con lo que es. Porque no se puede borrar todo lo que pasó. A veces el pasado, por un lado, es doloroso, por otro lado, es reconfortante. Determinadas cosas que estaban como en el aire encuentran una explicación. Es reconstruirse pero sobre una base más sólida. Con menos incógnitas, o con más, pero esas incógnitas forman parte de la vida. Incógnitas que debieron haber estado desde antes. Porque eso que uno sabe, en mi caso, a los 23 años, debió haberlo sabido antes. Yo tuve la sensación de que saber la verdad me ayudaba a completarme, me expliqué algunas cosas, y también gané confianza de mí, y todo empezó a ser más verdadero.