Las voces a ellas debidas
Julia Castillo (Madrid, 1956).
Místico solo. Amargord, Madrid, 2017
Desde sus primeros libros Julia Castillo se planteó el poema como una demanda radical: ser la nitidez del conocimiento; esto es, no duplicar el mundo ni la literatura sino poner a prueba su propia hipótesis, diálogo y tributo del saber poético. Soliloquio dialogado, su obra desarolla la indagación de un mundo extraviado en la escritura dominante, recobrado en la demanda visionaria. Sus coordenadas fueron el pensamiento de María Zambrano y José Lezama Lima; tanto como la inquisitiva y cifrada visión de José Ángel Valente, que suponía las rupturas de Vallejo con el coloquio y la necesidad de una certidumbre sin poder ni precio. Hizo suya, además, la lección de Emilio Prados: el discurrir del mundo en la trama leve y fabulada del poema.
En ese ámbito del lenguaje la poeta encuentra su paraje. La lección de Emily Dickinson, a quien tradujo al español, le fue inspiradora y discreta. Lo que nadie hizo como Dickinson, fue desatar el verso de sus anudamientos referenciales. De modo que el poema no es una réplica pero tampoco una metáfora de lo vivo, sino la verdad de lo nombrado, su forma de cuarzo revelada.
Conocer el mundo desde la poesía es una hipótesis que había adelantado Vallejo, haciendo del habla un teorema de lo vivo. Entre sus más próximos, Julia Castillo tuvo a sus pares: José Miguel Ullán, formidable parteaguas, cuya práctica de rupturas tocó los límites del español; y Teresa Gracia, breve y desapacible verbo del exilio anarquista. En los años que vivió en el Oriente Medio su diálogo con otras tradiciones, de orden visionario y religador, propició que su escritura cristalizara, en el poema mismo, un acto de articulación poética, quizá único en español; tal vez paralelo a las demandas de Lezama Lima y Fina García Marruz. La fluidez de la traza, ese tiempo de la voz, discurre en la suma decantada de este libro. Y hace del proceso nominal un desdoblamiento del verbo que remonta el paisaje místico de nuestra tradición. La fluidez enunciativa y su discurrir meditado, cristaliza en suficiencia visionaria y lacónica:
y el poema-
una vez escrito-
es el que restablece
la simplicidad
del no-escribir.
El poema descubre la intimidad del lector en la dialógica que traza. Y asume la palabra más viva en la intemperie, donde se hace camino. La enunciación, se diría, excede la sintaxis y reconoce su promesa: Un libro cuyas palabras no definen sino que recuperan otro trance del camino en la lectura. Su ruta epifánica viene de lejos, pero reconocemos su linaje como una certidumbre remota, esa nostalgia. En sus últimos libros Julia Castillo nos recupera con la voz de los orígenes, aquella que nos confirma como criaturas hechas en la fe del interlocutor. Por lo mismo, la práctica poética no sólo supone que vivimos una época infame, presidida por delincuentes; presupone también que la miramos de frente:
sin mediación alguna-
ves al extranjero
sin refugio
en la plaza:
y visitas momentáneamente
y casi agradecida-
el pesar en que vive.
Sobre la ética y estética del diálogo traman con brío sus demandas de escenarios Olvido García Valdés, Esperanza López Parada, Susanna Rafart, Marta Asparren, Ana Gorría, Azucena G. Blanco…
Mariela Dreyfus (Lima, 1960).
Gravedad. N.Y, Arte Poética Press, 2017
La veracidad de la conversación (menos confesional que íntima y más sobria que dramática) nos descubre en estos poemas como interlocutores tomados en serio; o sea, capaces de certeza.
Si hubiese un Archivo de la palabra viva de las poetas del español, seguramente tendríamos un registro emotivo de la condición femenina, capaz de asignarnos un lugar en su mapa dialógico. Para tomarle la palabra a Blanca Varela, propuse que su voz nos revela una verdad en carne propia. Pero si ella escribió en la intemperie del lenguaje, Mariela Dreyfus busca afincar en las palabras, que son la mutualidad de la que estamos hechos. Se diría que, en su caso, el poema es el lugar de construcción de una mutua certeza final.
Desde la razón ardiente, Rocío Silva Santisteban elabora parábolas exacerbadas por su desgarro. Mientras que Carmen Ollé se subsume en la memoria del canto celebratorio, Magdalena Chocano, por su parte, cifra en el temblor del poema una pregunta reflexiva. Victoria Guerrero hace del coloquio el espacio mutante del reconocimiento compartido y Ethel Barja, siguiendo la lección de Vallejo en Trilce, podría reecribirlo todo de nuevo, en el sentido contrario.
Todas ellas (y son más) han intervenido el coloquio de la varia violencia peruana que ha tomado la plaza pública del habla. La feroz violencia de género tiene su matriz en la corrupción intrínsica del sistema y su lenguaje canalla. La poesía es la verdad compartida: contra el mal gobierno mejor lectura.
Mi hipótesis es que Dreyfus forja la autorización de una voz. El poema asume una voz aseverativa para decir más, como si la veracidad encendiera el ámbito de la comunicación entre nosotros. No pocas veces el discurso forja un lugar en la inteligencia mutua, esa revelación de nosotros mismos de cara a la verdad. De pronto, estas voces nos llaman, citados a dar cuenta de nuestra fe verbal. Por hábito, buscamos referencias a mano: un espacio social, una historia familiar, las afueras del poema. Pero Mariela Dreyfus no se detiene en los escenarios, su escena desencadena el ingreso inmediato a la gravedad de su inquisición. Lo notable es que su indagación sea una pregunta por nos-otros, por lo otro del nos. No sólo el lenguaje pregunta por el hablante, también la naturaleza, hecha verbo, pregunta por el relato latente del sentido en pena; de la penuria de todo en lo precario de uno.
Nos queda, de esa zozobra, la protesta de los límites:
Cuervo de la tristeza y el insomne:
sacude con tus alas el presagio
o aviéntame del pico
un cuerpo a qué aferrarme entre las piedras.
No se trata de cuántas poetas mujeres entran en una antología. Basta una para desmontar el tinglado.
Claudia Becerra (Puerto Rico, 1990)
Versión del viaje. Folium, Puerto Rico, 2018.
Para ser éste un primer libro, una verdadera vela de armas, es ya plenamente un libro maduro; esto es, una voz nueva y diestra que dice menos de lo que nombra porque registra más de lo que ve.
Estas sumas y restas del mundo en el poema producen un intenso, lúcido, intrigante proceso de lectura. Leemos las actas de la visión como paisajes en los que las cosas vienen, dejan su huella, y siguen de largo.
Su hipótesis es el trayecto circular, un permanente retorno al recomienzo. La “ver-sión” es otra forma de ver, registrada por la parábola del viaje, que es un paisaje hecho verbo. Quien viaja es el lenguaje, haciéndose de parajes.
Su ruta, como suele ocurrir con los primeros libros, es una conversación íntima con los desenlaces de la tradición poética. En esta versión de ese otro recorrido, Claudia Becerra nos interroga por el valor o, tal vez, el coraje de nuestro compromiso de lectores de la Isla más sensible de esta lengua. Puerto Rico, se diría, es un nuevo proyecto de lectura en cada primer poemario, que despierta como si apostara por nosotros. Todo poeta puertorriqueño ha cantado el viaje, que es una ruta heredada, un encargo repartido, una visión insular grabada en el discurso como una lección del porvenir. A Claudia Becerra le importa recuperar la calle que se abría en el canto de Ángela María Dávila.
Como otra nave, el poema recorre el habla, que es el mundo que aprendemos a enunciar. Pero siendo un mundo del que tenemos sólo palabras, los nombres verifican su verdad, a su vez, en el trayecto emprendido entre el espacio encantado. “Habría que ver qué le ocurre al tiempo / cuando el mar discurre sin continente,” nos pregunta esta poesía “sin orillas;” porque sólo en el poema el mar del lenguaje cede “la sorpresa de un nuevo confín”, como si se tratase de una “tierra firme”. Por estas páginas, se diría, pasa el mundo hecho nombres, la Isla hecha verbo, el canto entre-orillado de un “desenlace”. Pleno de una verdad inquieta de preguntas, éste libro es el breviario de una idea de la poesía, ya no como la casa del ser sino como el umbral de estar aquí entre las palabras y la intemperie. Territorio insular cuyos trayectos han documentado con agudeza y arrebato Rosario Ferré, Aurea María Sotomayor, Liliana Ramos, Mayra Santos Febres… La gran Angela María cantaba boleros dándonos el brazo a lo largo del paseo.
El poema avizora otras orillas, confirmando su trashumancia:
pero si ahora alargara esta mano hecha
un nudo vacío y de golpe la abriera
al día ¿sorprendería su hora?
¿qué habrá de añadido qué habrá
de despoblado si lleno
de mi mano al mundo
y alboroto su orilla?
Silvia Goldman (Montevideo, 1977)
De los peces la sed. Pandora Lobo Estepario ediciones. Chicago, 2018.
“Poesía vertical,” llama a ésta Sarli Mercado, con acierto, dado el precipitado verbal que acarrea un mundo discernido por su flujo trágico y vulnerado. A la pregunta de si se puede escribir poesía después de Auschwitz, la poeta asume que no es posible elegir porque el Campo concentracionario elude su nombre pero se cierne en el lenguaje mismo con su tinta de “leche negra”. Aunque este libro no se propone volver al horror, asume su linaje para discernir los caminos. Está hecho, por lo mismo, de preguntas desnudas:
¿cuánto dura un niño?
¿cuánto dura un niño en un poema?
¿cuánto dura el niño que cae en el agua de este poema…?
Por ello, si la herencia de los padres es la conciencia de la muerte, la herencia de las madres es la vida del hijo en el lenguaje:
Hoy no decimos el recuerdo
lo ponemos al lado de la ventanilla
lo miramos de reojo y esperamos
el autito amarillo que se fue por la alcantarilla
Esta escena del diálogo de la madre y el hijo, descuenta la historia para dejar que el lenguaje, primero, nos incluya, y nos deje después. Una pareja más vulnerable pregunta por su lugar en la lectura.
El exorcismo convoca conmiseración, piedad, con las criaturas que hoy migran en español, fantasmáticamente documentadas. Por un lado, persiste la sombra siniestra de la historia; por otro, la viva lucidez del habla. En el diálogo de la madre y la hija la escena del origen se actualiza:
–mamá, ¿cómo se dice ausencia en el idioma de los muertos?
–se dice miedo a decir agua sin peces
Paul Celan acude de la mano de Vallejo para desplazar la escena del coloquio (la historia del sentido) y recobrar el escenario que el lenguaje es capaz de reconfigurar:
ser Paul Celan
sobrevivir el diluvio de la madre
su cintura rodeada de silencios
sus dedos como velas apagándose
una vez mi hija se subió a mi silencio
tan chiquito era su cuerpo que el silencio era más grande
una vez mi silencio la puso en el lomo y la sacó a pasear
sólo para escuchar como se abría y se cerraba su corazón
como un acordeón cuando lo erizan
…
y mi hija se quedó en la cima del silencio
era la punta de un iceberg
y yo lo que se hundía.
Sólo una palabra del exilio podría restaurar la razón ardiente del canto, capaz de dirimir la violencia de todo orden (exclusión, carencia, corrupción) que hoy devalúa nuestra lengua.
La violencia extrema contra los migrantes así como la violencia de género, tienen como matriz la corrupción, gestada a su vez por la conversión de la vida cotidiana en mercado, a su turno producida por la feroz ideología contra-comunitaria.
Desde lo cotidiano y vulnerable, Goldman recusa la libra de carne y la Carnicería.
Liliana Lukin (Buenos Aires,1951).
Ensayo sobre la piel. Ediciones Activo Puente, Buenos Aires, 2018.
Liliana Lukin ha hecho del activismo literario un campo cultural femenino, como Malú Urreola en Chile, Gloria Posada en Colombia, y Rocío Cerón en México. Nos ha persuadido de que las poetas ejercen sobre el lenguaje una indagación crítica y una demanda de certidumbre que postulan nuevos protocolos; los cuales, a su vez, desencadenan una libertad sin retorno, cuya exploración y riesgo nos enseña a leer más. La voz que da voces viene de lejos, y produce cada vez un nuevo hablante, libre en cada libro. Y se desdobla en autora y lector, explorando una el lugar del otro. Notable instancia de ese proceso es su libro Teatro de operaciones (2007), que declaraba su empresa:
Mi estancia aquí es la niebla,
entre el deseo y la voluntad,
es una prueba de resistencia,
un trato con la vigilia
en el que llevo las de perder.
El poema es el teatro de una vela de armas.
Desde “la luz del acontecimiento” el lenguaje es un sistema de interrogación: preguntas asombradas. El carácter proyectivo de esta empresa se hace más interno en La Ética demostrada según el orden poético (2011), donde los “Sueños” son escenas que promueven la crítica de la vida tal cual. Y en éste su Ensayo sobre la piel, la poesía ha ganado su plena libertad gracias a la suficiencia de su diseño. Esta es una poesía que más que cifrar, descifra.
Quien habla en el poema es quien lo lee.
La excepción y el drama permiten que el lenguaje se haga cargo de los padecimientos del hermano, cuya sombra persiste en las notas de pie de página. Vivencial y hermético, el poema (que nos incluye en la fraternidad de la lectura) imagina otros lectores como otro mundo. De pronto, el poema fecha la ausencia definitiva del rebelde.
Y asume el lector su lugar en el texto: el de la elocuencia del luto (¿hay otra?). Esto es, la tinta de la escritura, hecha huella. Como en la mejor poesía, la del bien morir, este libro nos cede el don de la intimidad:
nunca sabremos ya qué había
allí, y la palabra que pudo decir,
ese pedir, fue él, fue su fugaz voluntad
manifestada: deseo de ver
a sus criaturas y deseos de ser criatura.
Criatura de la lectura, el héroe es también nuestro.
María Auxiliadora Alvarez (Caracas, 1956).
El silencio El lugar. Madrid, Del Centro Editores, 2018.
Siempre me ha intrigado el exilio de los poetas venezolanos, ese costo del habla en cuya promesa vivían, mientras que en el extranjero no acababan de afincar porque el país originario se les acrecentaba. De modo que hoy viven y escriben desde la conversación que habitan. Juan Sánchez Peláez vivía en una tertulia deshilvanada, donde cada frase terminaba en pregunta, Guillermo Sucre nunca respondió una carta y mucho menos una llamada; me temo que encontraba sobrevalorada la conversación. Amaba a Borges pero no le perdonó haber escrito casi demasiado. Logró olvidar a los amigos, prescindir del diálogo, y dejó de publicar.
María Auxiliadora Alvarez, en cambio, vive rodeada del inglés, lo que le permite la gran libertad de pulir el canto como cifra de una edad del habla dorada, cuando todos los poetas creían en la palabra justa y en la justicia poética. En este claro, terso, intenso ciclo de versos rodeados de espacio y silencio, como si la página nos citara al diálogo de asombros mutuos, los versos flotan en esa nada que vencen, arribando de lejos y quedándose en la página como conjuros en los que el mundo y el lenguaje intercambian nombres como tributos:
Pero tú
(ave de memoria)
remontas la mirada:
bordeando
las altas del paisaje ramas
y las claras del verano nubes
Al final, la poeta no sólo acendra la escritura sino que recupera el habla, que late en la página como otra demanda, estoica y elegíaca, que pone a prueba los nombres en su clara lucidez.
Notable canto del exilio venezolano que trabaja a favor del silencio, y nombra el luto profundo como un paisaje sostenido por las palabras justas.
Su obra es una hoja de ruta, páginas salvadas y voces devueltas que nos aguardan y hospedan.
María Auxiliadora Alvarez tendrá siempre la palabra. Contamos con ella, con el alba que oficia:
soy el lazarillo
de una pupila
incompetente:
ora subyugada (seca)
ora subyugante (viva)
Y el tiempo es una resta, de temblor y luto por su país perdido:
pájaros cayendo
hacen la noche
Carmen Berenguer (Santiago de Chile, 1946).
Obra poética. Santiago, Cuarto Propio, 2018. Prólogo de Eduardo Espina.
Los libros de Berenguer, la poeta chilena que prosigue a Gabriela Mistral con renovado aliento vivencial, mundanidad inmediata y cierto hiperrealismo visionario, se pueden, por fin, visitar entre sus varios pisos casi ecológicos por terrenales, materiales y políticos. Quien haya leído algunos poemas suyos reconocerá en cualquier otro suyo el timbre urgido, la demanda de mundo, y la apasionada solidaridad con la historia social de violencia ejercida contra el cuerpo de la mujer; esto es, contra sus derechos a piso y paso, y no sólo a un cuarto propio. Más sarcástico que irónico, su coloquio maduro avanza como un sistema no sólo oral, sino hecho en la duración de la voz mutua. Por ello, sus trazos de habla respiran, palpitan, y desencadenan un discurso de la mujer latinoamericana (tantas veces marginal); posicionada en lo específico, despliega con vigor, ironía y certidumbre, una dimensión de la oralidad que no ha llegado a la literatura sino como ruptura del código. En sus libros, sin queja y con furia, esa voz alerta actúa como presencia y suficiencia del balance, el testimonio, la confesión, la protesta, así como la oración y el canto, pero también la sátira y el escarnio. Se puede demostrar que esta plaza tomada por la oralidad empieza con el coloquio popular, cierne el desenfado beatnik, reapropia el demótico cifrado en las pintas de la protesta política. Se propuso, y lo logró, hacer hablar a la ciudad. Por lo demás, Carmen Berenguer nos hace lugar en su conversación con Villon y Ginsberg, Janis Joplin y Nicanor Parra… Su rebeldía viene de lejos y su demanda nos incluye. Entre burlas y veras del sistema literario, su desenfado es un corto-circuito de la institución de las Letras a nombre de la humanidad de la palabra común.
Lo dice tal cual:
“La poesía, mis amigos y amigas, no son deberes verbales, ni siquiera verdades…La poesía no tiene mandato, ni ley ni orden. Y como sé que amáis al decadentismo formulario…sois culposos. Y como amáis la fe sois arrogantes. La poesía no tiene nada que ver contigo.“
Una poeta mayor, amiga de las Furias. No escapa a su dictamen la misma mundanidad de la obra:
Cómo vas a presentarte ante mí de esta forma tan impía
tan dulce y sofisticada como la locura
dispuesta a hablar bajo el imperio de los sentidos últimos
de una muerte dispersa
Oh fatua repentina de cabeza laxa
expuesta a la indulgencia de aquél que atraviesa a la deriva
Oh vacua exposición de lo inaudito
Lucía Estrada (Medellín,1980).
Katábasis. Medellin, Tragaluz, 2018.
Notable es la producción poética en Colombia, especialmente entre las poetas. Desde María Mercedes Carranza hasta Gloria Posada prevalece la ética del rigor formal, luego de las tendencias confesional y narrativa. La sobriedad y la apuesta por un oficio libre de los fastos regionales fueron evidentes en el canto mundano de Alvaro Mutis, en la bonhomía civil del coloquio de Juan Gustavo Cobo Borda, en las epifanías y alabanzas de Giovanni Quessep, y en el canto gozoso de Elkin Restrepo. No en vano en las voces más vivas se advierte hoy la apelación por el lector dialógico, contra la elocuencia confesional. Lucía Estrada convoca a Blanca Varela y María Mercedes Carranza (¡no logré convencerlas de que eran feministas a pesar suyo!), cuyas voces son paradigma del rigor estoico y la agudeza lacónica. He leído con atención los libros de María Paz Guerrero, Sandra Uribe y Yenny León, publicados en 2018, y en ellos es también patente la bondad del oficio y el don de convertir una experiencia en cifra metafórica. Luego, en la buena pista, me encontré con el libro de Lucía Estrada, cuya virtud es trabajar a favor del silencio. Con cualquiera de ellas (y no dudo que hay otras) podría yo tomar un té lleno de tarde y elocuencia; pero diré algo sobre Lucía Estrada, cuyo arte de descender a tierra cita a dos cercanos cómplices del trance de la caída: Eugenio Montejo y Marosa di Giorgio. Descenso o pie a tierra, la poesía es una lección de cosas de asombro y transición. Eugenio y Marosa cultivaron una curiosidad tierna. Y asumían con sobriedad el asombro. Lucía Estrada define bien al oficio en “Alfabeto del tiempo”: “desaparecer secretamente como un enigma, como una sombra, o como el pájaro muerto al que ningún aire reclama.”
Y en “Del tiempo de este reino,” prolonga ella la lección del poema: “Allí donde todo sucumbe, algo o alguien –acaso– logre saltar el impedimento; alguien o algo avance por fin contra la corriente.”
No menos relevante es la lección de “Regreso a Itaca”:
“Impronunciable la luz, el agua que corre y la piedra que silenciosa la recibe. Impronunciable aquello que visto tras el humo permanece.”
En “Cotidiana” las palabras circulan como una Sortes vigilianae, en su fraseo: “Vivir es una extraña condición de la muerte. Yo la llevo conmigo, pero no pesa en mi cuerpo su luna espectral.”
Rehacer Colombia, o cualquier país nuestro, palabra a palabra, es el proyecto que alienta en esta poesía, que resuena como la última alianza del lenguaje salvado por el lector. El lector acompaña esa tamaña empresa, liberado, a su vez, de los jurados inevitables de concursos prescindibles:
“También el silencio –que guarda la hora del mundo- se ha retirado. Un rumor enemigo y salvaje es todo cuanto queda.”
El poema es, así, una cicatriz viva del escepticismo. (“Escepticismo de la inteligencia, optimismo de la voluntad,” recetaba Mariátegui). No en vano en el mundo hispánico prevalece hoy el luto: El femicidio, el autoritarismo del dictamen neoliberal, la conversión de la vida cotidiana en mercado, la violencia contra los migrantes que cruzan muros y fronteras, el contrabando como la forma de las relaciones humanas, y la pérdida de la literatura viva en el espectáculo mercantil… Nuestros economistas dicen que América Latina acrecienta su clase media y que nunca ha sido menos pobre. Más bien, nunca ha sido más desdichada. La corrupción es la matriz de estas debacles. Es otra lección de cosas: nos creíamos ya modernos pero las migraciones de los más pobres, tanto como la serie de desastres por el cambio climático, y la desocupación de los más jóvenes, demuestra que hemos vuelto a la pre-modernidad. Esto es, a merced de lo precario.
Rocío Cerón (México, 1972)
Materia oscura. México, Parentalia, 2018.
Una de las poetas más creativas entre las que hoy exploran la naturaleza misma del poema –su enunciación tanto como su formalización y, en último término, su pertinencia–, Rocío Cerón es, además, una artista del formato, que hace del lenguaje un acto de arte múltiple.
Su despliegue incluye las artes visuales, la performance, y el campo abierto de la acción poética. Sus textos son la cartografía de ese tránsito, que produce una sintaxis que resitúa el diálogo entre la escritura y la lectura, ese espacio proteico. Las palabras postulan un enunciado que formula otras secuencias de enunciación: el poema grafica una acción cuyos ejes son un montaje visual en proceso; como si cada poema ensayase otra sintaxis del mundo en el lenguaje. Hay un antes y un después de la poesía mexicana a partir de esta poeta del grafos, el collage verbal, y el desplegado de la página.
Sus libros son talleres de una forma en transición.
Esta lúcida lección de formatos, convoca otro paisaje escritural, que es un montaje terso y objetivo, en trance, y procesamiento de lo actual. Los nombres y las cosas se sustituyen reformulando la hipótesis del sentido: “Arde, todo arde en el lenguaje,” anuncia. Se diría que los trances barrocos que tributan la plenitud, adquieren en el poema su forma conceptual: “Pliegues donde el lenguaje prehistórico del barro formula tácticas de guerra.” Se trata de recomenzar, de volver a ver, desde otra demanda, la de “salir de los muros”. El proyecto es “Dejar la vista sin ataduras.”
Este apetito de veracidad demanda remontar las murallas y liberar la mirada.
La agudeza y rigor de la obra de Rocío Cerón la hacen del todo contemporánea: No hay nada gratuito en su autoridad y apelación. Contamos con las palabras, nos dice, para ejercer la invención en otro registro, desde un grafos y una conceptualización visual. Nos hace contemporáneos de todas las miradas.
Somos del lado del poema:
En el horizonte –azul convexo– verticalidades
y grietas. Insistente, la mancha supura grafito y
humo. En el aire, un punto. Gravitan formas ante
la vista. El habla del mundo, la naturaleza de los
objetos, mueren y renacen en el espacio, ante la
mirada. Pliegues y estructuras en lo minúsculo.
Cuerpo ovillo, fruto.
Su exploración de la escritura es una celebración de poética y de futuro. De una en el otro, esta lectura nos prefigura.
Anatomía del nudo. México, CONACULTA, 2015, reúne sus libros y plaquettes publicados entre el 02 y el 15.
Reina María Rodríguez (La Habana, 1952).
La caja de Bagdad. La Habana, Editorial Letras Cubanas, 2018.
La obra apelativa y el activismo literario de Reina María Rodríguez se distinguen tanto por su inmediatez, exploración del coloquio y fe poética, como por su labor de difusión de las nuevas voces fuera de Cuba, un pais, como también Puerto Rico, cuyos orígenes documenta la poesía. Le ha tocado la tarea de proseguir la genealogía fundacional que asumieron José Lezama Lima, Fina García Marrúz, Cintio Vitier, Lorenzo García Vega… El Premio Nacional de Literatura que recibió, conlleva la publicación de un tomo representativo del autor. Ella optó por hacer un libro que fuese una caja de prosas y poemas que ilustran la sobrevida de una legendaria tribu inspirada que aquí registra su pálpito. Pocos poetas han dedicado su obra a sostener la continuidad del diálogo, que en Cuba es una prolongada tertulia con Martí. Pero la imagen de la caja postula también una de costura, la que remite a su madre, costurera de oficio, cuya capacidad de convertir un vestido en otro, armado de retazos, fueron su primera lección de lo mucho que puede la textualidad. Este Libro es un tríptico que incluye “La caja de Bagdad,” “Otras mitologias,” y “Variedades de Galiano”.
El primer libro traza el horizonte imaginario, que siendo isleño es también una constelación de referencias, memorias, barrios y oficios; su lección es el barroco insular, que decanta el horizonte expansivo de Lezama Lima en el entramado actual. Reina María está afincada en su hora y su espacio, cuyas coordenadas incluyen la familia, los amigos que circulan como otro destiempo, y el taller cultural de su azotea, espacio alternativo y feliz. Su épica de lo cotidiano es un tratado del diálogo en tiempos de peregrinaje y precariedad. Pero la caja es también una de música, que prodiga la dicción y la textura del diálogo, que es el paisaje del poema. Todo lo cual anuncia el himno del milagro cotidiano de una Isla sostenida por los discursos del origen plural. Esa fecunda figuración se prolonga más allá del libro, en los poetas amigos que partieron, plenos de talento, como Juan Carlos Flores. Pude traerlo a mi Universidad y fue afectuosamente feliz, pero no podía estar solo. En New York logró su sueño de conocer el MOMA y el Yankee Stadium. Sobrevivía medicado hasta que se colgó en su balcón de Alamar.
El segundo libro, celebra la memoria de su tiempo, siempre un presente pleno de voces. Esa condición colectiva de la poesía iba más allá del “taller,” del “cenáculo,” del “grupo generacional.” Más bien, respondía al modelo barroco lezamiano, cuyo espacio operativo era el diálogo, y cuyo saber se basaba en un formato iniciático que recuerda a Novalis y los discípulos en Sais. Lo notable de la lección lezamiana es su pedagogía gratuita: la sabiduría cognitiva no es histórica sino mítica, y ocupa tanto la obra de los poetas como sus trayectos. Más mundano y del tiempo vital es el himno en Cintio Vitier, quien da al desvivir cotidiano una dimensión heroica. En esa magnífica tradición, Reina María Rodríguez reafirma el lugar de la escritura como central a la familia afectiva, porque en el canto se plasma la circulación del sentido, tan vital como ético, de estar ahora y aquí, en esta lengua celebratoria, y en esta Isla encantada por sus orígenes en la fe poética. Leer es aquí un espejo memorioso.
El tercer libro despliega un registro más mundano y narrativo; posee el pálpito del reconocimiento de otro trayecto: el espacio urbano de la amistad, de las ceremonias de la solidaridad y la inventiva. Si las prosas de este libro construyen una tierra firme memoriosa, los poemas son a la vez recuentos y epifanías. La dicción del verso es de una textura fluída y resonante, capaz de acarrear una entonación salmódica, sumaria y sensórea, que nos hace parte de su tierra firme.
Esa suerte de mutualidad creadora da a la obra de Reina María Rodríguez su fuerza articulatoria y su fe en una familia colectiva, aunque dispersa, siempre viva. El coloquio propicia las sumas del porvenir.
[Julio Ortega (Perú, 1942). Después de estudiar Literatura en la Universidad Católica, en Lima, y publicar su primer libro de crítica, La contemplación y la fiesta (1968), dedicado al “boom” de la novela latinoamericana, emigró a Estados Unidos invitado como profesor visitante por las Universidades de Pittsburgh y Yale. Vivió en Barcelona (1971-73) como traductor y editor. Volvió de profesor a la Universidad de Texas, Austin, donde en 1978 fue nombrado catedrático de literatura latinoamericana. Lo fue también en la Universidad de Brandeis y desde 1989 lo es en la Universidad de Brown, donde ha sido director del Departamento de Estudios Hispánico y actualmente es director del Proyecto Transatlántico. Ha sido profesor visitante en Harvard, NYU, Granada y Las Palmas, y ocupó la cátedra Simón Bolívar de la Universidad de Cambridge. Es miembro de las academias de la lengua de Perú, Venezuela, Puerto Rico y Nicaragua. Ha recibido la condecoración Andrés Bello del gobierno de Venezuela en 1998 y es doctor honorario por las universidades del Santa y Los Angeles, Perú, y la Universidad Americana de Nicaragua. Consejero de las cátedras Julio Cortázar (Guadajara, México), Alfonso Reyes (TEC, Monterrey), Roberto Bolaño (Universidad Diego Portales, Chile) y Jesús de Polanco (Universidad Autónoma de Madrid/Fundación Santillana). Dirije las series Aula Atlántica en el Fondo de Cultura Económica, EntreMares en la Editorial Veracruzana, y Nuevos Hispanismos en Iberoamericana-Vervuert. Ha obtenido los premios Rulfo de cuento (París), Bizoc de novela breve (Mallorca), Casa de América de ensayo (Madrid) y el COPE de cuento (Lima). De su crítica ha dicho Octavio Paz:”Ortega practica el mejor rigor crítico: el rigor generoso.”]