Selección del libro En busca del Gulf Motel (Looking for the Golf Hotel). Traducción al español de Eduardo Aparicio
En busca del Gulf Motel relata la compleja travesía de su autor en busca de su identidad cultural, sexual y artística. La familia sigue siendo una fuente de inspiración muy importante para el poeta, y el libro es una exploración de cómo la herencia emocional de su familia ha moldeado su forma de ver el mundo. El libro avanza desde la infancia de un niño criado entre exiliados cubanos en Miami hasta la edad adulta de un cubano-americano viviendo en un estado rural como Maine. El poeta busca su lugar en América y desentraña el significado de lo que conocemos como “el sueño americano”.
La Teoría Queer: según mi abuela
Nunca me tomes refresco con pajita. ¿Un batido? Bueno... quizás. Deja de mirar el catálogo de Avón de tu madre, y los anuncios de Sears con hombres en calzoncillos. Que te he visto... No se te ocurra meterte en sus fiestas de Tupperware ni te pongas sus perfumes. Ni dejes que te besuquee. Ella te besuquea demasiado. No andes abrazando a los hombres. Pero si no te queda más remedio, dales una buena palmada en la espalda, aunque sea tu padre. Y ese gato... ¿a qué viene? No lo acaricies tanto. ¿Y a santo de qué no te gustan los perros? No me juegues nunca a las casitas... aunque hagas de marido. Y a ver si dejas de andar con ese chiquito Henry, tan paliducho que está. Y no me importa cómo se llamen esos juguetes de GI Joes suyos, que no son más que muñequitas. No me dibujes arcoíris ni atardeceres ni florecitas. Que te he visto... No dibujes nada... ni siquiera libros de colorear. Y me escondes tus creyones, tu plastilina, tu juego de Legos. ¿Dónde están tus Hot Wheels, tu pistola láser y las esposas, y los cuchillos que yo te regalé? No me salgas nunca a empinar papalotes ni a patinar. Sale a reventar todos los petardos que tú quieras, y mata todas las lagartijas que puedas y descuartiza lombrices. Dáselas a comer a ese gato tuyo. No te me sientes con las piernas cruzadas como los indios, que tú... no eres indio. Y déjate de tanto chancleteo con esas sandalitas, que tú... no eres ninguna niñita. Y, por Dios, no te me sientes a orinar. Que te he visto... Ni te des nunca baños de burbujas, ni te laves la cabeza con champú. El champú es para las mujeres, chico, igual que el condicionador, igual que la mousse para el cabello, igual que la loción para las manos. Ni vayas a limarte nunca las uñas, ni vayas a usar un secador de pelo. Te me vas a la barbería con tu abuelo, que tú... no eres unisex. Y no te me metas en la cocina, que los hombres... no cocinan. Los hombres... comen. Eso sí, come todo lo que quieras excepto: huevos rellenos chambelonas Blow Pops cangrejitos (¿Bagels? Bueno... tal vez.) sándwiches de pepino, no dulcecitos franceses, tampoco. Ni me estés mirando Bewitched ni I Dream of Jeannie. Ni te estés fijando tanto en el Six-Million Dollar Man. Que te he visto... No te me escondas a bailar solo en el cuarto: Donna Summer, Barry Manilow, Captain and Tennille, Bette Midler, y toda esa musiquita: ¡Prohibida! Láminas de gaticos, de Star Wars y de la Torre Eiffel: ¡Prohibidas! ¿Esos libros tan finos de arquitectura y de arte? Los boté en la basura. No te me pongas colonia, ni collarcitos de conchas. Y procura que yo no te agarre en zuecos. Si te veo con el pelo hecho una colita de caballo... ¡te la corto! ¿Qué cosa? Ná. De arete, nada, monada. Ni a la izquierda. Ni a la derecha. No me interesa. No me vas a estar andando por ahí como un puñetero mariconcito, Que te he visto, coño... Aunque lo seas.
Recordando la vida que tía Noelia ha olvidado
No así: en bata de casa raída, jorobada en la punta de sus huesos, hundida en el sofá, sonriente y sin dientes, sin acordarse de nada de lo que yo recuerdo de ella: ni de su viejo apartamento de La Pequeña Habana, ni de sus tapeticos tejidos como copos de nieve escondiendo el ripiado sofá de vinilo, ni de los botones como ojos, ni de los ojos vidriosos de la imagen de San Lázaro, ni de su halo de 14 quilates, ni de las tacitas de borde dorado, ni del café que servía en ellas, ni del caldo gallego que le hacía a mi padre para después de su quimioterapia, ni de mi padre, ni de ninguna de sus recetas de tasajo y fricasé de pollo, ni del sabor del tomate, del comino, de los mangos de la lejana finca de su marido allá en Cuba, ni siquiera de su propio marido, ni de la isla que juró no olvidar jamás, ni de los cuentos que me hacía de maniseros y pregones, ni de la danza de los cocuyos en el Parque Palmira, ni del parque, ni de la calle donde vivía, ni del nombre de sus vecinos, ni del nombre de su hija, que ahora le da un potaje de frijoles negros, preguntándole si sabe su propio nombre, si sabe quién soy. No, sacude la cabeza, y me aterra que una vida concluya así: uno por uno todos los recuerdos abandonaron su cuerpo, sus células, hasta ser la que nunca fue, como una película rebobinada, que termina en una pantalla en blanco, como pétalos que se cierran en capullo, o las perlas de un collar que al romperse van saltando por el piso, como una ola que se tragó la arena o nubes que se disipan en el aire, una gota de lluvia devuelta al mar, el reflejo del cielo en un charco que se eleva y regresa al cielo.
Hay días que el mar
El mar nunca es el mismo dos veces. Hoy las olas abren sus bocas de león, hambrientas de orilla, y siento a la tierra impotente. Hay días que sus bordes espumosos son encajes a mis pies, el mar una sábana de seda verde. Hay días que la orilla trae recuerdos de una tormenta, y rebusco entre despojos de algas: encuentro un dedo de coral roto, un abanico desgarrado, examino la garganta hueca de una esponja, veo en la orilla una falsa medusa morir hecha un zafiro. Hay días que no hay más que arena tranquila como la nieve; camino, los ojos al viento a veces cargado del sabor a plata del salitre, a veces tan quieto como el sol. Hay días que el sol es una cucharada de miel, su lluvia de luz cual destellos de polvo de diamante sobre el mar. Hay días que sólo hay nubes, nubes solas— sólidas como continentes a la deriva por el cielo, otras veces tenues rosas blancas que se convierten en tigres, en catedrales, en manos, y recuerdo esos días cuando todavía soy un niño en esta playa, deseoso de atrapar una gaviota o un pececito plateado en mi mano ahuecada, de construir un castillo de arena perfecto. Hay días en que soy un adolescente ciego ante la muerte, incluso al ver olas que se escurren en la nada. Pero la mayoría de los días soy un hombre cansado de ser hombre, durmiendo al amparo de la luz oblicua del ocaso, o un hombre con miedo de ser hombre, viendo algún dios a la luz de la luna sobre el mar. Hay días que me imagino en esta orilla, arrastrando mis pies desgastados como madera arrastrada por el mar, viejo y temeroso de mi cuerpo. Supongo que algún día regresaré como olas escurriéndose por la arena, de vuelta al mar sin ninguna memoria de ser, pero si pudiera elegir la eternidad, sería esta: envejeciendo con la luna, ocupando el espacio entre cada grano de arena, en la cresta de cada ola y en el vacío de cada caracol.
Retrato de cumpleaños
Siempre que me miro a los ojos colgados en la pared de la sala de mi madre revivo aquella mañana: ella vistiéndome con mi camisa de Mickey Mouse recién planchada, caliente todavía, mis zapaticos de charol blancos —los de salir—como dos lunitas en mis pies, el peine negro de mi padre en su mano batallando con mis remolinos, mojándome el pelo con agua de violetas, amoldándolo una y otra vez hasta quedar perfecto. Recuerdo el largo viaje a Sears, la tienda grande, con los vestidos y pantalones colgados tan altos que no lograba ver a dónde íbamos mientras seguía a mi madre por toda la tienda hasta llegar a una extraña señora que me cargó y me plantó ante un hombre aterrador con sombrero de copa rojo, y un títere malo en su mano, que me ordenaba: mira la cámara, mira el pajarito, sonríe, sonríe, y mi madre: sonríe, mi’jo, sonríe, y la gente: sonríe—vamos—sonríe. Pero no. No pude. Miré fríamente más allá de todos, hacia un mundo lejos del olor a violetas, lejos de mi pelo perfecto, lejos del sonriente Mickey Mouse en mi camisa. ¿Estaba asustado? ¿Sabía algo que no debería? No logro recordar. Todavía no sé qué contestarme siempre que me miro a los ojos, en la sala de mi madre, y que me preguntan: ¿Por qué tan triste toda tu vida?
Mi padre, mis manos
Mi padre me dio estas manos, dedos gruesos y musculosos como los suyos, veo los mismos pliegues de su piel que como ojos entreabiertos me miran cada vez que me lavo las manos en el fregadero de la cocina y lo recuerdo enjuagándose la tierra del jardín, o ayudando a mi madre a secar los platos por la noche. Estas son sus uñas: cuadradas, planas, diez pequeños espejos donde lo veo firmar mi tarjeta de notas o mezclar la masa de los pancakes del domingo por la mañana. Sus mismas espirales de pelo cerca de mis muñecas, líneas magnéticas que me arrastran a él atando los cordones de mis zapatos, apuntando a las palabras mientras me enseñaba a leer, y años más tarde: manos grasientas que me enseñaron a cambiarle el aceite al carro, manos inmaculadas mostrándome cómo hacerme el nudo de la corbata. Estos son sus nudillos—como colinas, cuesta abajo, cuesta arriba entre mis venas—sus venas, su pulso en mi muñeca bajo el reloj que me dejó y que marca la hora desde su muerte, los siento vivos cuando tomo la mano de otro hombre y recuerdo mis manos agarradas a su pulgar paseando por el carnaval de Tamiami Park, cargándome sobre sus hombros, sus manos alrededor de mis tobillos manteniéndome con pulso firme en el mundo, todavía.
El nombre que siempre quise tener
No Ricardo sino Richard, porque me sentía como Richard Burton, un verdadero anglosajón en mallas, recitando versos de Otelo, porque quería ser tan bello como Richard Gere en un smoking blanco, por tener un anillo en el meñique, igual que Richard Dawson del programa Family Feud, porque sabía que podía ser tan sanito como Richie Cunningham, y tan americano como el presidente favorito de mi padre, Richard Nixon. Richard. No Ricardo, ni tampoco mis apodos: El Negrito—por mi piel color tabaco al nacer, ni El Galleguito, como tía Noelia llamaba a cualquiera como yo, nacido en España, por no ser cien por ciento cubano. Ni Rico, el nombre que Lupe garabateó en mi escritorio nombrándome latin lover de Barry Manilow en bata de rumbero bailando la conga con su canción at the Copa, Copa Cabana por todo octavo grado. Y por Dios santo, tampoco Ricardito, que es peor que Dick. Richard: descendiente de realeza británica, no de pastores por parte de madre, ni de guajiros plataneros por parte de padre.
En busca del Gulf Motel
Marco Island, Florida
No debería haber aquí nada que yo no recordara... El Gulf Motel con sus faroles de sirena y su timón de barco en el vestíbulo debería todavía surgir de la arena como el adorno sobre un cake. Mi hermano debería todavía fingir conmigo no conocer a nuestros padres, tanto nos avergüenzan empujando el carrito de equipajes por delante de la recepción, cargado de maletas destartaladas, dos docenas de pan cubano, cartuchos repletos de mangos para durar toda la semana, nuestra cafetera italiana, la olla de presión y un lechón asado que apesta a ajo por todo el vestíbulo. Todo porque no nos alcanza para comer afuera, ni siquiera en vacaciones. A sólo dos horas de la casa en Miami, pero bastante lejos para estar encantados con estas arenas más blancas del oeste de la Florida, donde yo debería todavía contemplar por vez primera el sol ponerse en el mar por el oeste en lugar de salir del mar por el este. No debería haber aquí nada que yo no recordara... Mi madre debería todavía estar en la cocinita del Gulf Motel, con sus sandalitas de florecitas de Kmart chancleteando sobre el linóleo, todavía regia en su traje de baño verde-azul y sus aretes ámbar revolviendo una olla de arroz con pollo, echándole cebolla en polvo y cucharadas de salsa de tomate. Mi padre debería todavía estar en bata de toalla, fumando, tintineando un vaso de whisky color ámbar a la puesta del sol del Gulf Motel, observándonos lanzarnos a la piscina, sus dos muchachos que nunca llegará a ver llegar a hombres, orgullosos de él. No debería haber aquí nada que yo no recordara... Mi hermano debería todavía jugar al parchís conmigo, mi padre debería todavía estar vivo, abrazado a mi madre en un baile lento en el balcón de puertas corredizas de cristal del Gulf Motel. Sin música. A solas al compás de las olas, una canción que solo escuchan en su mente, perdidos en una de sus diez mil noches de regreso a su vida en Cuba. La mejilla de mi madre debería todavía descansar sobre el pecho desnudo de mi padre como la luna que se reclina sobre el mar, como las estrellas que deberían todavía a su alrededor girar. No debería haber aquí nada que yo no recordara... Mi hermano debería todavía tener trece años, tomando ron a hurtadillas en el baño, esculpiendo mujeres desnudas en la arena. Yo debería todavía tener ocho años deslumbrado por las conchas de mar y por cuántos segundos puedo aguantar bajo el agua sin respirar. Pero no. Tengo treinta y ocho años, y voy manejando por Collier Boulevard, en busca del Gulf Motel, en busca de todo lo que debería todavía ser... pero ya no es. Quiero culpar a los condominios, culpar a sus sombras por arruinar la playa y mi pasado, quiero espantar a los turistas con sus yates y mansiones de mal gusto. Quiero convertir los campos de golf de nuevo en manglares. Quiero hallar el Gulf Motel exactamente como era antes e imaginarme por un instante, que nada de lo perdido está perdido.
Sobre el poeta
Sobre el traductor
Richard Blanco (Madrid, 1968). Apenas unos días después de su nacimiento, el poeta y su familia se trasladaron a Nueva York y luego a Miami, donde creció y estudió. Su formación entre exiliados cubanos creó en él un fuerte sentimiento de comunidad, dignidad e identidad que ha trasladado a todas sus obras. Publicó su primer libro en 1998, City of a Hundred Fires, que fue muy bien recibido por la crítica estadounidense. Barack Obama lo eligió en 2012 para leer un poema escrito por Blanco para la ocasión, “One Today” refleja, según el propio autor, su manera de entender lo que significa ser americano. En busca del Gulf Motel, su tercer libro, se traduce por primera vez al español.
Eduardo Aparicio traduce poesía y memorias del español y francés, y escribe no ficción para niños en inglés y español. Es presidente y CEO de Aparicio Publishing, una editorial especializada en materiales educativos para prekínder a 12° grado. Aparicio también es fotógrafo y ha exhibido y publicado su trabajo en Estados Unidos, Cuba y Europa. Sus fotografías se encuentran en las colecciones permanentes del Museo de Fotografía Contemporánea de Chicago, las Galerías de Arte de la Universidad Lehigh y el Museo de Arte NSU en Fort Lauderdale, entre otros. Nació en Guanabacoa, Cuba, y vive en Miami Beach, Florida. Eduardo es egresado de la Universidad de Georgetown (Escuela de Idiomas y Lingüística, Promoción de 1978). Durante su tiempo en Georgetown, formó parte de un grupo de estudiantes que tradujo la poesía de Heberto Padilla al inglés.