Poemas del poeta inaugural Richard Blanco

Fotografía de AP Photo/Pablo Martinez Monsivais
Fotografía de AP Photo/Pablo Martinez Monsivais

Selección del libro En busca del Gulf Motel (Looking for the Golf Hotel). Traducción al español de Eduardo Aparicio

En busca del Gulf Motel relata la compleja travesía de su autor en busca de su identidad cultural, sexual y artística. La familia sigue siendo una fuente de inspiración muy importante para el poeta, y el libro es una exploración de cómo la herencia emocional de su familia ha moldeado su forma de ver el mundo. El libro avanza desde la infancia de un niño criado entre exiliados cubanos en Miami hasta la edad adulta de un cubano-americano viviendo en un estado rural como Maine. El poeta busca su lugar en América y desentraña el significado de lo que conocemos como “el sueño americano”.

La Teoría Queer: según mi abuela

 Nunca me tomes refresco con pajita.
        ¿Un batido? Bueno... quizás.
Deja de mirar el catálogo de Avón de tu madre,
y los anuncios de Sears con hombres en calzoncillos.
        Que te he visto...
No se te ocurra meterte en sus fiestas de Tupperware
ni te pongas sus perfumes. Ni dejes que te besuquee.
        Ella te besuquea demasiado.
No andes abrazando a los hombres. Pero si no te queda
más remedio,
        dales una buena palmada
        en la espalda,
        aunque sea tu padre.
Y ese gato... ¿a qué viene? No lo acaricies tanto.
       ¿Y a santo de qué no te gustan los perros?
No me juegues nunca a las casitas... aunque hagas de
   marido.
Y a ver si dejas de andar con ese chiquito Henry, tan
   paliducho que está.
       Y no me importa cómo se llamen
       esos juguetes de GI Joes suyos,
       que no son más que muñequitas.
No me dibujes arcoíris ni atardeceres ni florecitas.
       Que te he visto...
No dibujes nada... ni siquiera libros de colorear.
Y me escondes tus creyones, tu plastilina, tu juego de Legos.
       ¿Dónde están tus Hot Wheels,
       tu pistola láser y las esposas,
       y los cuchillos que yo te regalé?
No me salgas nunca a empinar papalotes ni a patinar.
   Sale a reventar
       todos los petardos que tú quieras,
       y mata todas las lagartijas que puedas
       y descuartiza lombrices.
       Dáselas a comer a ese gato tuyo.
No te me sientes con las piernas cruzadas como los indios,
       que tú... no eres indio.
Y déjate de tanto chancleteo con esas sandalitas,
       que tú... no eres ninguna niñita.
Y, por Dios, no te me sientes a orinar.
       Que te he visto...
Ni te des nunca baños de burbujas, ni te laves la cabeza
con champú. El champú es para las mujeres, chico,
       igual que el condicionador,
       igual que la mousse para el cabello,
       igual que la loción para las manos.
Ni vayas a limarte nunca las uñas,
ni vayas a usar un secador de pelo.
Te me vas a la barbería con tu abuelo,
       que tú... no eres unisex.
Y no te me metas en la cocina, que los hombres...
   no cocinan.
Los hombres... comen. Eso sí, come todo lo que quieras
excepto:
       huevos rellenos
       chambelonas Blow Pops
       cangrejitos (¿Bagels? Bueno... tal vez.)
       sándwiches de pepino, no
       dulcecitos franceses, tampoco.
Ni me estés mirando Bewitched ni I Dream of Jeannie.
Ni te estés fijando tanto en el Six-Million Dollar Man.
       Que te he visto...
No te me escondas a bailar solo en el cuarto:
Donna Summer, Barry Manilow, Captain
and Tennille, Bette Midler, y toda esa musiquita:
       ¡Prohibida!
Láminas de gaticos, de Star Wars y de la Torre Eiffel:
       ¡Prohibidas!
¿Esos libros tan finos de arquitectura y de arte?
       Los boté en la basura.
No te me pongas colonia, ni collarcitos de conchas.
Y procura que yo no te agarre en zuecos.
Si te veo con el pelo hecho una colita de caballo... ¡te la
   corto!
¿Qué cosa? Ná. De arete, nada, monada.
       Ni a la izquierda. Ni a la derecha.
       No me interesa.
No me vas a estar andando por ahí como un puñetero
   mariconcito,
       Que te he visto, coño...
Aunque lo seas.

Recordando la vida que tía Noelia ha olvidado

No así: en bata de casa raída,
jorobada en la punta de sus huesos, hundida
en el sofá, sonriente y sin dientes,
sin acordarse de nada
                      de lo que yo recuerdo de ella:
ni de su viejo apartamento de La Pequeña Habana, ni
de sus tapeticos tejidos como copos de nieve
escondiendo el ripiado sofá de vinilo, ni de los botones
como ojos, ni de los ojos vidriosos de la imagen de
San Lázaro, ni de su halo de 14 quilates, ni de las tacitas
de borde dorado, ni del café que servía en ellas,
ni del caldo gallego que le hacía a mi padre para
después de su quimioterapia,
                           ni de mi padre, ni de ninguna
de sus recetas de tasajo y fricasé de pollo, ni
del sabor del tomate, del comino, de los mangos
de la lejana finca de su marido allá en Cuba, ni
siquiera de su propio marido, ni de la isla que juró
no olvidar jamás, ni de los cuentos que me hacía
de maniseros y pregones, ni de la danza de los cocuyos
en el Parque Palmira,
                     ni del parque, ni de la calle
donde vivía, ni del nombre de sus vecinos, ni
del nombre de su hija, que ahora le da
un potaje de frijoles negros, preguntándole si sabe
su propio nombre, si sabe quién soy. No,
sacude la cabeza, y me aterra que una vida
concluya así:
             uno por uno todos los recuerdos
abandonaron su cuerpo, sus células,
hasta ser la que nunca fue, como una película rebobinada,
que termina en una pantalla en blanco,
como pétalos que se cierran
en capullo, o las perlas de un collar que al romperse
van saltando por el piso, como una ola
que se tragó la arena o nubes que se disipan en el aire,
una gota de lluvia devuelta al mar, el reflejo
del cielo en un charco que se eleva y regresa al cielo.

Hay días que el mar

El mar nunca es el mismo dos veces. Hoy
las olas abren sus bocas de león, hambrientas
de orilla, y siento a la tierra impotente.
Hay días que sus bordes espumosos son encajes
a mis pies, el mar una sábana de seda verde.
Hay días que la orilla trae recuerdos de una
tormenta, y rebusco entre despojos de algas:
encuentro un dedo de coral roto, un abanico desgarrado,
examino la garganta hueca de una esponja, veo
en la orilla una falsa medusa morir hecha un zafiro.
Hay días que no hay más que arena
tranquila como la nieve; camino, los ojos al viento
a veces cargado del sabor a plata del salitre,
a veces tan quieto como el sol. Hay días
que el sol es una cucharada de miel, su lluvia
de luz cual destellos de polvo de diamante sobre el mar.
Hay días que sólo hay nubes, nubes solas—
sólidas como continentes a la deriva
por el cielo, otras veces tenues rosas
blancas que se convierten en tigres, en catedrales,
en manos, y recuerdo esos días cuando
todavía soy un niño en esta playa, deseoso de atrapar
una gaviota o un pececito plateado en mi mano ahuecada,
de construir un castillo de arena perfecto. Hay días en
que soy un adolescente ciego ante la muerte, incluso al ver
olas que se escurren en la nada. Pero la mayoría de los
días soy un hombre cansado de ser hombre, durmiendo
al amparo de la luz oblicua del ocaso, o un hombre
con miedo de ser hombre, viendo algún dios
a la luz de la luna sobre el mar.
Hay días que me imagino en esta orilla, arrastrando
mis pies desgastados como madera arrastrada por el mar,
viejo y temeroso de mi cuerpo. Supongo
que algún día regresaré como olas
escurriéndose por la arena, de vuelta al mar
sin ninguna memoria de ser, pero si
pudiera elegir la eternidad, sería esta:
envejeciendo con la luna, ocupando el espacio
entre cada grano de arena, en la cresta
de cada ola y en el vacío de cada caracol.

Retrato de cumpleaños

Siempre que me miro a los ojos colgados
en la pared de la sala de mi madre
revivo aquella mañana: ella vistiéndome
con mi camisa de Mickey Mouse recién planchada,
caliente todavía, mis zapaticos de charol blancos
—los de salir—como dos lunitas
en mis pies, el peine negro de mi padre
en su mano batallando con mis remolinos,
mojándome el pelo con agua de violetas,
amoldándolo una y otra vez hasta quedar perfecto.
Recuerdo el largo viaje a Sears, la tienda grande,
con los vestidos y pantalones colgados tan altos
que no lograba ver a dónde íbamos mientras seguía
a mi madre por toda la tienda hasta llegar
a una extraña señora que me cargó y me plantó
ante un hombre aterrador con sombrero de copa rojo,
y un títere malo en su mano, que me ordenaba:
mira la cámara, mira el pajarito, sonríe, sonríe,
y mi madre: sonríe, mi’jo, sonríe,
y la gente: sonríe—vamos—sonríe.
Pero no. No pude. Miré fríamente
más allá de todos, hacia un mundo lejos
del olor a violetas, lejos de mi pelo perfecto,
lejos del sonriente Mickey Mouse en mi camisa.
¿Estaba asustado? ¿Sabía algo
que no debería? No logro recordar.
Todavía no sé qué contestarme
siempre que me miro a los ojos,
en la sala de mi madre, y que me preguntan:
¿Por qué tan triste toda tu vida?

Mi padre, mis manos

Mi padre me dio estas manos, dedos gruesos y
musculosos como los suyos, veo los mismos pliegues
de su piel que como ojos entreabiertos me miran
cada vez que me lavo las manos
en el fregadero de la cocina y lo recuerdo
enjuagándose la tierra del jardín, o ayudando
a mi madre a secar los platos por la noche.

Estas son sus uñas: cuadradas, planas,
diez pequeños espejos donde lo veo
firmar mi tarjeta de notas o mezclar la masa
de los pancakes del domingo por la mañana.
Sus mismas espirales de pelo cerca de mis muñecas,
líneas magnéticas que me arrastran a él atando
los cordones de mis zapatos, apuntando a las palabras
mientras me enseñaba a leer, y años más tarde:
manos grasientas que me enseñaron a cambiarle
el aceite al carro, manos inmaculadas
mostrándome cómo hacerme el nudo de la corbata.

Estos son sus nudillos—como colinas,
cuesta abajo, cuesta arriba entre mis venas—sus venas,
su pulso en mi muñeca bajo el reloj que me dejó
y que marca la hora desde su muerte,
los siento vivos cuando tomo la mano de otro hombre
y recuerdo mis manos agarradas a su pulgar
paseando por el carnaval de Tamiami Park,
cargándome sobre sus hombros,
sus manos alrededor de mis tobillos
manteniéndome con pulso firme en el mundo, todavía.

El nombre que siempre quise tener

No Ricardo sino Richard, porque me sentía
como Richard Burton, un verdadero anglosajón
en mallas, recitando versos de Otelo, porque
quería ser tan bello como Richard Gere en un
smoking blanco, por tener un anillo en el meñique,
igual que Richard Dawson del programa Family Feud,
porque sabía que podía ser tan sanito
como Richie Cunningham, y tan americano
como el presidente favorito de mi padre, Richard Nixon.

Richard. No Ricardo, ni tampoco mis apodos:
El Negrito—por mi piel color tabaco al nacer,
ni El Galleguito, como tía Noelia llamaba a cualquiera
   como yo,
nacido en España, por no ser cien por ciento cubano.
Ni Rico, el nombre que Lupe garabateó en mi escritorio
nombrándome latin lover de Barry Manilow en bata de
rumbero bailando la conga con su canción at the Copa,
Copa Cabana por todo octavo grado. Y por Dios santo,
tampoco Ricardito, que es peor que Dick.

Richard: descendiente de realeza británica,
no de pastores por parte de madre,
ni de guajiros plataneros por parte de padre.

En busca del Gulf Motel

Marco Island, Florida

No debería haber aquí nada que yo no recordara...

El Gulf Motel con sus faroles de sirena
y su timón de barco en el vestíbulo debería todavía
surgir de la arena como el adorno sobre un cake.
Mi hermano debería todavía fingir conmigo no
conocer a nuestros padres, tanto nos avergüenzan
empujando el carrito de equipajes por delante de la
recepción, cargado de maletas destartaladas,
dos docenas de pan cubano, cartuchos repletos
de mangos para durar toda la semana,
nuestra cafetera italiana, la olla de presión y
un lechón asado que apesta a ajo por todo el vestíbulo.
Todo porque no nos alcanza para comer afuera,
ni siquiera en vacaciones. A sólo dos horas de la casa
en Miami, pero bastante lejos para estar encantados
con estas arenas más blancas del oeste de la Florida,
donde yo debería todavía contemplar por vez primera
el sol ponerse en el mar por el oeste en lugar de salir
   del mar por el este.

No debería haber aquí nada que yo no recordara...

Mi madre debería todavía estar en la cocinita del
Gulf Motel, con sus sandalitas de florecitas de Kmart
chancleteando sobre el linóleo, todavía regia
en su traje de baño verde-azul y sus aretes ámbar
revolviendo una olla de arroz con pollo, echándole
cebolla en polvo y cucharadas de salsa de tomate.
Mi padre debería todavía estar en bata de toalla,
fumando, tintineando un vaso de whisky color ámbar
a la puesta del sol del Gulf Motel, observándonos
lanzarnos a la piscina, sus dos muchachos que nunca
llegará a ver llegar a hombres, orgullosos de él.

No debería haber aquí nada que yo no recordara...

Mi hermano debería todavía jugar al parchís conmigo,
mi padre debería todavía estar vivo, abrazado a mi madre
en un baile lento en el balcón de puertas corredizas de cristal
del Gulf Motel. Sin música. A solas al compás de las olas,
una canción que solo escuchan en su mente, perdidos
en una de sus diez mil noches de regreso a su vida en Cuba.
La mejilla de mi madre debería todavía descansar sobre
el pecho desnudo de mi padre como la luna que se reclina
sobre el mar, como las estrellas que deberían todavía
a su alrededor girar.

No debería haber aquí nada que yo no recordara...

Mi hermano debería todavía tener trece años, tomando ron
a hurtadillas en el baño, esculpiendo mujeres desnudas
en la arena. Yo debería todavía tener ocho años
deslumbrado por las conchas de mar y por cuántos segundos
puedo aguantar bajo el agua sin respirar.
Pero no. Tengo treinta y ocho años, y voy manejando
   por Collier Boulevard,
en busca del Gulf Motel, en busca de todo
lo que debería todavía ser... pero ya no es. Quiero culpar
a los condominios, culpar a sus sombras por arruinar
la playa y mi pasado, quiero espantar a los turistas
con sus yates y mansiones de mal gusto. Quiero
convertir los campos de golf de nuevo en manglares.
Quiero hallar el Gulf Motel exactamente como era antes
e imaginarme por un instante, que nada de lo perdido
   está perdido.

Sobre el poeta

Sobre el traductor

(foto cortesía de Richard Blanco)
(foto cortesía de Eduardo Aparicio)

Richard Blanco (Madrid, 1968). Apenas unos días después de su nacimiento, el poeta y su familia se trasladaron a Nueva York y luego a Miami, donde creció y estudió. Su formación entre exiliados cubanos creó en él un fuerte sentimiento de comunidad, dignidad e identidad que ha trasladado a todas sus obras. Publicó su primer libro en 1998, City of a Hundred Fires, que fue muy bien recibido por la crítica estadounidense. Barack Obama lo eligió en 2012 para leer un poema escrito por Blanco para la ocasión, “One Today” refleja, según el propio autor, su manera de entender lo que significa ser americano. En busca del Gulf Motel, su tercer libro, se traduce por primera vez al español.

Eduardo Aparicio traduce poesía y memorias del español y francés, y escribe no ficción para niños en inglés y español. Es presidente y CEO de Aparicio Publishing, una editorial especializada en materiales educativos para prekínder a 12° grado. Aparicio también es fotógrafo y ha exhibido y publicado su trabajo en Estados Unidos, Cuba y Europa. Sus fotografías se encuentran en las colecciones permanentes del Museo de Fotografía Contemporánea de Chicago, las Galerías de Arte de la Universidad Lehigh y el Museo de Arte NSU en Fort Lauderdale, entre otros. Nació en Guanabacoa, Cuba, y vive en Miami Beach, Florida. Eduardo es egresado de la Universidad de Georgetown (Escuela de Idiomas y Lingüística, Promoción de 1978). Durante su tiempo en Georgetown, formó parte de un grupo de estudiantes que tradujo la poesía de Heberto Padilla al inglés.

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