A la sombra de los laureles, el relojero
El matiné del Yara estaba al empezar y mi hermana todavía estaba contándole a Michel sobre los árboles. Mi hermana siempre está hablando de los árboles, de la sombra que dan por las tardes y de cómo las raíces cuartean las aceras, bueno, tú sabes cómo es ella. Mira que ese Michel está bueno caballero. Hay gente que nace así con toda la suerte. A mí ni me mira porque estoy en noveno, soy la hermanita menor y eso me encabrona. Si él me viera cuando estoy en la ducha y salgo mojada y me paro frente al espejo del closet, ya quisiera él verme así.
Se me cansaba la espalda de estar encorvada espiándolos por la rendija de la puerta de la cocina, esperando a que se fueran, pretendiendo recoger la ropa de la tendedera. Los nortes están bajaron duro este invierno, ¿verdad? Las olas se pulverizaban contra el Malecón, el viento se colaba por el pasillo, se arremolinaba y empezaba a golpear las espumaderas y los jarros colgados sobre el lavadero, en la cocina no se podía estar. Ni me habían invitado, pero yo no iba a ir de todas formas, ¿hacerles la media con el gordito mala hoja ese que anda con Michel pa’ rriba y pa’ bajo? ¿No podría Michel buscarse un amigo más lindo?
Por fin se fueron, las persianas estaban cerradas y me estaba entrando sueño. Estos días de invierno me da por dormir. Así que abrí el sofá cama en el cuarto al lado de la sala y me acosté; el resplandor de las peceras se reflejaba en el techo, me viré para concentrarme en el correr mudo de las burbujas de aire, el agitarse de las colas de los golfi y los peleadores como faldas de gitana, y cuando ya se me cerraban los ojos, sentí un vidrio que se rompía, y vi el reloj que está encima del librero hecho trizas en el piso, y en vez del cucú de estaño salió un enano. Podía ver atado a su espalda el muelle que lo sacaba del reloj, pero parecía como si anduviera solo, con un tumbao de guapo. Tenía maquillaje de payaso y boca roja, los labios torcidos hacia abajo como un tiburón y la frente arrugada de viejo malvivido. El relojero más horrible del mundo. Abrió la boca y me dijo tosiendo:
—Si me arreglas, te vas a morir.
***
—Ay niña ¡qué sueño tan feo!
—¡Así mismo! Fíjate que hasta me froté los ojos y el reloj estaba intacto sobre el librero, marcando la una de la tarde, así que debí de haberme quedado dormida. Abrí la ventana y ahí estaba la calle de siempre, las raíces aéreas dándole sombra a las aceras cuarteadas, el murmullo de los vecinos en el portal, la antigua casa del senador Cortina al final de la calle. Tenía esa pesadez en la cabeza con un tinte de migraña, como cuando uno se despierta antes de tiempo, tú sabes. Entonces fui al baño a lavarme la cara. A veces cuando veo las losas negriblancas del piso me acuerdo del susto aquel de hace varios años, cuando pensé que estaba enferma, que me estaba desangrando, y fue mi hermana que me oyó y vino corriendo y me abrazó, riéndose me dijo “¡Estás creciendo!” y me alumbré. Qué boba era.
Nada, me lavé la cara y salí a hurgar en el refrigerador hasta que encontré, detrás del pomo del agua, el plato de arroz y frijoles que había quedado de ayer. Le añadí lo que quedaba del picadillo que pude raspar del fondo de la cazuela, calenté aquello en el Pike y después de comer me acosté a leer un rato y sin darme cuenta me volví a dormir.
El susto de verdad fue cuando me desperté de nuevo. El reloj todavía marcaba la una de la tarde. Entré al baño y la misma luz se filtraba por la cortina de la bañadera igualito que cuando me había lavado la cara hace un rato. “No puede ser” –pensé–. “Si yo dormí cantidad, ¿y mi hermana no ha virao todavía?” Abrí la ventana y sentí a los vecinos que seguían conversando abajo y la sombra de los laureles estaba vertical aún sobre las aceras. Me puse un short bien apurada y bajé descalza por la escalera y me paré en el portal. En los escalones estaban Polito y su mujer, discutiendo bajito. Ella está loca por irse y a Polito le da miedo dejar a su mamá, la viejita arrugada esa que vive en el antiguo cuarto de criados, ¿tú la has visto? Cuando salí se viraron con cara de “¿y a esta qué le pasa?” En eso entró Leandro y el portón de la calle chilló como siempre con esas bisagras artríticas. Es un mecánico de Las Villas que vino para acá a buscarse la vida, tiene cara de bandolero pero es un alma de Dios. No dije nada, si le preguntaba a esa gente el tiempo que llevaban ahí o cualquier cosa iban a pensar que yo estaba loca.
Subí y me puse a mirar el televisor, pero yo nunca he sido de novelas y mucho menos de mesas redondas. Yo soy de irme pa’l Castillito y a esa hora no había más ná. Vaya que ¿cuántas veces uno puede cambiar tres canales? Sentía una desazón y el sol afuera, las sombras incambiables de los árboles me ponían histérica, y mi hermana que no llegaba, y el reloj detenido para colmo. Dejé el televisor encendido y fui buscar los destornilladores de papi y ahí mismo, en la mesa de la sala, desarmé el despertador con mucha calma. La gente siempre se queda botá cuando me ven en Educación Laboral. Piensan que porque una es mujer nace con el delantal puesto y la plancha en la mano, hasta computadoras he desarmado con mi primo de Miramar. Así que le repasé el esférico con un trapito, le engrasé los muelles, le saqué las ruedas una por una y se las volví a poner.
Te lo cuento y parece un sueño, ¿verdad?, pero hasta estas alturas no sé, por eso no se lo he contado a nadie. ¡Ni tú se lo digas a nadie tampoco! Que me llevan pa’ Mazorra y me quedo solterona jajaja. A la media hora ya tenía el cabrón reloj andando, lo puse en el librero y en cuanto me asomé al balcón vi a mi hermana que venía con Michel, ellos dos solos, y sentí la brisa de la tarde, cómo los días ahora son más cortos y a eso de las cuatro ya empieza a aflojar el sol, las sombras de los laureles se estiraban por fin cruzando la calle, y se disolvían cuando pasaba una nube. Bajé como un tiro brincándome los escalones de dos en dos. Mi hermana después se reía y me preguntó si yo le estaba robando el ron a papi. “¿Qué te pasa muchacha?” –me dijo. Nada, que salí al portón y le di un abrazo que la dejé sin respiración.
—¿Y el reloj?
—Pobrecito papi, lleva una semana buscándolo. Mi primo y yo lo fundimos, por si acaso.
Plaza Pública
De buenas intenciones
La madre y el niño caminaban de prisa entre grupos de mujeres en burkas o bufandas, y niños envueltos en todo tipo de ropas para protegerlos del sol. Nadie hablaba. A ambos lados de la carretera comenzaba el desierto, más bien una ausencia que algo descriptible: un terreno rocoso y amarillento por el que rodaban arbustos secos. A sus espaldas estaban las últimas casas de los barrios pobres. Al oeste estaban las torres almenadas del Ark, sobre las que explotaban nubecillas grises denotando los impactos del bombardeo. El ejército de Frunze había atacado al amanecer y la madre, desesperada, renunció a convencer a su esposo de abandonar la ciudad, envolvió al hijo en una colcha y arañándole la cara lo arrastró al patio de losas donde tantas memorias de juegos y contemplación había acumulado, lo empujó por las callejuelas estrechas del barrio judío, sin desayunar, sin tomar agua, sin las precauciones más básicas, buscando escapar a ciegas con la certeza magnética de un ave migratoria, moviéndose, caminando, corriendo hasta que las casas fueron escaseando, los mercados se alternaron con solares yermos y huertos de melones, y el pavimento dio lugar a la comprimida franja gris-amarillenta de la carretera.
Pero como más tarde diría el padre con un rencor melancólico, no estaba escrito que completaran su huida. David siempre recordaría el sonido que hizo mamá, como un aspirar de aire con la boca abierta, inmovilizada de terror. David siguió su mirada y vio en la distancia unas figuras agazapadas a ambos lados de la carretera, figuras masculinas y con gorras militares. Una silueta europea, con uniforme y botas, cruzaba la carretera transversalmente de un lado a otro a caballo y parecía mirarlos intensamente. Las figuras agazapadas empuñaban unos palos y se movían como acomodándose en las cunetas. Mamá dio un paso hacia atrás y hacia un lado, y entonces unas luces brillantes y breves surgieron al final de los palos, surgieron y desaparecieron enseguida. “¿Serán linternas esos palos?” pensó David, y con el viento, atrasados, llegaron dos sonidos como descorchando botellas de champagne “pop”, “pop”, y nada más, el viento hizo rodar un arbusto seco hacia detrás, mamá gritó “corre” y lo volvió a agarrar de la mano (David odiaba esa fuerza de prensa hidráulica con que la madre le agarraba de la mano, ya tenía doce años y no necesitaba ser guiado ¡carajo!) y echaron a correr de vuelta hacia las casas de adobe y arena. Dejaron el terraplén y corrieron por un sembrado de melocotones, los árboles proveyendo algo de sombra tras la desnudez monolítica de la carretera… vio los grupos que los habían seguido inmovilizarse, luego sus figuras desaparecieron tras una hilera de árboles, notó un una rama un lagarto pardo e inmenso mirándolo con desdén, cuando dejaron atrás los árboles vio que todos en la carretera corrían en la misma dirección que ellos. Escuchó un zumbido desagradable como una abeja metálica “zzzuuuup” y las hojas de un árbol cayeron cortadas y volvió a llegar el sonido “pop pap”, “pop pap” como una batería de botellas de champagne descorchándose, trataron de brincar una cerca que se dobló bajo el peso desesperado de sus cuerpos, aplastaron groseramente surcos de legumbres en un huerto bordeado de rosas, y entraron corriendo por la primera callejuela que encontraron.
***
Por la noche llegaron a su casa en los altos de la viuda Zulfizar. Cuando mamá abrió la puerta, David, que la seguía, se estiró para ver el interior del apartamento y vio a papá sentado, mirando por la ventana de la cocina el cielo nocturno iluminado por el incendio de la biblioteca del emir. Por su parte, cuando Meir los vio se echó a llorar
Durante los días que siguieron intentaron, en mutuo silencio, reunir los retazos de su vida anterior. El emir había huido al Afganistán, las tropas bolcheviques se asentaron en la cuidad. El lunes Meir recomenzó sus obligaciones de contador en la manufactura Alterman. El gobierno de la Joven Bujará le parecía un nuevo y maravilloso comienzo y Meir comenzó a preferir a sus reformadores amigos jadid en vez de los inmemoriales hebreos de la sinagoga. Alexandra llevaba la casa y conversaba con Zulfizar después que esta despedía a sus hijos (estos vendían alfombras en el bazar). Al regresar de esas conversaciones Alexandra se recogía las faldas del pesado jalat de algodón y subía con determinación los escalones de piedra, una de las imágenes favoritas que David tiene de su madre: las faldas recogidas, subiendo los escalones que llevan del patio interior al segundo piso, en los labios una semisonrisa traviesa, y David sabía que traía alguna anécdota etnográfica, alguna observación sobre el remoto pero inmediato mundo de Zulfizar. Para Alexandra el mundo era una combinación de la vida diaria, táctil e inferior y otra realidad más transparente y substancial compuesta de hechos históricos y referencias literarias y ambas convivían por partes iguales en su mente. Bujará no era solo sus callejuelas curvadas entre paredes de adobe sin ventanas, o los prolongados y tristes llamados de los muezzin; era también Maimón, Tamerlán, y Avicena, era las cúpulas esmeraldas del Poi-Kailyan y las leyendas de la Senda de la Seda: el mundo de las mil y una noche materializado ante sus ojos.
Meir y Alexandra habían sido deportados a Bujará en 1916, muy jóvenes y muy enamorados, por participar en una estrepitosa manifestación social demócrata en el Liteinii Prospect. Ambos habían emigrado a St. Petersburgo huyendo de la Zona de Asentamiento, uno de Odessa, el otro de Vinnitsa, atraídos por la gran ciudad como mariposas nocturnas imantadas por una lámpara de keroseno. Sin embargo, al ser deportados y contemplar por primera vez las colosales murallas del Ark, rústicas y henchidas como ubres de vaca, sus caminos comenzaron a separarse. Ante la extrañeza inmensa de ese nuevo mundo Meir sintió pánico y soledad. La multicolor muchedumbre asiática le pareció impregnable como un domo de sal. Sintió que su corazón se encogía al tamaño de una pasa y busco refugió en lo conocido: la sinagoga. Fue un golpe duro para Alexandra. Se veía como una mujer avalanchada hacia el futuro, moderna y dueña de su propio destino, y hasta hace poco casado con un hombre que compartía sus intereses. Un hombre que ahora se revelaba como un extraño.
Pero fue a través de contactos en la sinagoga que Meir conoció a Jodshaev y se mezcló en los apasionados planes de los Jadid de gobernar Bujará sin emir y sin los rusos. Fue entonces cuando Alexandra vio de nuevo la tímida, pero desafiante sonrisa aventurera de la que se había enamorado años atrás.
Pasó el invierno y comenzó temerosa la primavera después de la huida del emir, cuando una mañana de mayo el mundo táctil irrumpió groseramente en sus vidas. Alexandra había terminado de tender la ropa cuando Meir entró al patio con la gorra en la mano y un enorme aire de desamparo. Soldados bolcheviques habían ocupado la textilería de Alterman con intenciones de imponer una administración propia, pero después de la airada protesta de los obreros se retiraron, dejando a Alterman en calidad de superintendente en su propia fábrica. De paso confiscaron la mitad de las mercancías del almacén y detuvieron a dos oficinistas mencheviques que vivían en Bujará deportados por el zar. Al irse los soldados, Alterman tuvo un infarto y un camión lo llevó a casa del doctor Levchinenko.
Sentados en la maciza mesa de roble de la cocina, los tres tomaron té y miraron en silencio el patio de enormes losas grises. Alexandra decidió no contarle a Meir la otra noticia, quizás no menos estremecedora: los hijos de Zulfizar se habían fugado de la ciudad para unirse a los basmachi que alzaban la bandera del emir en el valle de Fergana.
***
La mañana del 8 de noviembre de 1921 David se estiró al abrir los ojos y absorbió los ruidos de la cocina, cada uno conocido de memoria, cada uno parte de su cuerpo como sus huesos o las venas de sus manos, y pensó con placer “estoy en casa.” Era un adolescente alto de pies enormes que se asomaban al final la colcha que le quedaba corta porque había crecido dos pulgadas desde el atardecer púrpura y oscuro cuando regresaron a la casa cubiertos de polvo y terror el año pasado. Ese golpe seco es la hoja derecha de la ventana de madera, un poco caída contra el quicio de losas blancas, y suena así cuando mamá la abre para tener luz para el desayuno. Detrás viene el breve aullido de gato herido que hacen las patas de la silla cuando papá la arrastra alejándola de la mesa para sentarse. Pac quitó la azucarera de su lugar y abrió su periódico. Se da cuenta que solo una hoja de la ventana está abierta y su periódico está en la penumbra. La silla chilla de nuevo; papá, más fuerte, levanta ligeramente la hoja izquierda, también un poco dañada, y la pone en su lugar. Ahora se vuelve a sentar y la luz de la mañana cae sobre el periódico.
Por la ventana papá ve el patio interior de la casona de dos plantas, el patio de losas inmemoriales, cuarteadas, con líquenes marcando los empalmes. En el portal del primer piso la gorda Zulfízar, con el hiyab a mitad del cuello, cuelga la ropa a secar.
– Ahora Moscú nos manda un asesino a resolver nuestros problemas. Un enemigo jurado de Rusia – dijo mamá.
– No estamos en Rusia. ¿Y tú desde cuando eres defensora del imperio? Al escucharlos David sintió un sobresalto como si alguien lo hubiera sorprendido haciendo algo indebido. Los padres hablaban de lo que toda Bujará está hablando: de la llegada de Enver Pasha.
– No defiendo el imperio – volvió a hablar Alexandra en la cocina – solo que dudo que… en fin, tú sabes lo que pienso. Este lugar está entre los bolcheviques que ya han arruinado a la mitad de tus amigos, y los basmachi que nos quieren devolver al siglo XII. Enver viene de Moscú, no es alguien de quien se pueda esperar un término medio.
David sintió la punzada del remordimiento: hacer algo sin que sus padres lo supieran era algo nuevo, pecaminoso, lo hacía sentir mal. Pero ahogó ese malestar porque era un debate interno que había sostenido diariamente durante la última semana y sabía que su madre pondría el grito en el cielo si se enteraba que iba a la recepción de Enver Pasha en casa de Ubaidulah Jodshaev. Si ella se enteraba le impediría ir, y algo más fuerte que su amor filial le decía que tarde o temprano tendría que hacer algo a lo que su madre se oponía, y ese momento era ahora.
El soñoliento mundo de hadas en el que Alexandra había criado a David en esta ciudad a la orilla de la historia de pronto se desgarraba violentamente no solo con el ataque de Frunze, que David comprendió apenas como una aterradora aventura de niño, sino con la llegada ahora de una figura mundial, que prometía cambios.
No sabía David que para el pequeño y vanidoso turco la llegada a Bujará estaba también llena de gloriosos espejismos. La mañana en que su breve escolta se aproximó a la ciudad atravesando los huertos de árboles frutales, melones y rosas, Enver sintió el orgullo y la felicidad de entrar al Edén de su imaginación, a la cuna histórica de los pueblos turcos, y absorbió con la vista los kilómetros de altas murallas almenadas que simbolizaban el poder y la fuerza del pasado musulmán. Prefirió ignorar las secciones destruidas por los cañones del asalto bolchevique. Enver venia como enviado de Trotsky a pacificar el conflicto entre los bolcheviques y los Jadid de la Joven Bujará en el poder.
Tan pronto terminó su desayuno David salió de la casa como ave liberada. Sus enormes pies de adolescente atronaron los malgastados escalones de piedra que llevaban al patio, del patio hizo una derecha por la Babajanova englobada como un túnel por paredes de adobe, dandole la feliz sensación de protección familiar, la callejuela torcida y sin pavimentar horneándose al sol terminó en un arco ojival dando paso al bullicio concurrido alrededor del estanque de aguas verdosas del Lyab-i Khauz, su perímetro marcado por moreras jorobadas y sauces llorones. A la sombra de uno de los sauces, sentado, escribiendo en el agua con el dedo, lo esperaba Akram, en la mano un cigarrillo prendido con descuido, a sus pies la corteza roída de un melón.
Se dieron un abrazo y tomaron rumbo al oeste internándose en el barrio del Goziyon. Con Akram David se sentía un igual entre iguales, liberado del cariño intenso y protector de sus padres, que le pesaba como un saco de adoquines. Akram tenía una familia enorme y sus padres no tenían tiempo para vigilarlo.
El patio interior de la casa de Jodshaev formaba una U bordeada por una terraza techada. Las lajas de piedra del patio ardían por calor de la mañana; a la sombra de la terraza estaban sentados Faisula Jodjaev, Abdu Burjanov, Fitrat, y de los no musulmanes, el viejo Drozdov. En el centro, el único con traje de corte europeo, el diminuto Enver Pacha. Frente a este grupo inmóvil había en el patio una muchedumbre apretada, y a su perímetro estaban las puertas que daban a las estancias del piso bajo, de ahí entraba y salía un torrente constante de hombres sudorosos, ocupados y serios.
Al pasar dos horas los espectadores se derramaron saliendo de la casona como garbanzos de una olla caída al piso. En el pecho David llevaba una enormidad de preguntas, pero quería estar solo con Akram para conversar sobre lo visto, lo observado y lo pensado. Al abrirse paso entre la multitud, en una calle apenas más ancha que los brazos extendidos de un hombre, captó con el rabillo del ojo la extraña inmovilidad de una figura vestida de negro (un judío, pensó David enseguida), a la que tenía que enfrentar e inmediatamente reconoció a su padre.
Frente a la figura alta y delgada de Meir, David sintió un vapor subirle de la barbilla hasta el cuero cabelludo. Le pareció que su padre lo contemplaba desde una altura inmensa. Con un sexto sentido supo que Akram había desaparecido a sus espaldas, y se sintió solo con su culpa.
– Vine a ver a Enver Pacha – dijo David, dispuesto a explicar cómo llegó a esta decisión y porque no había dicho nada en casa.
– Yo también – dijo Meir, con una voz tranquila y triste, y David se sintió mejor.
Se mezclaron con la multitud que caminaba cuesta arriba hacia la plaza.
– Papá, no entendí nada, estaba demasiado lejos para escuchar lo que decían, me pareció una recepción imperial.
– Yo estaba más cerca, pero estoy de acuerdo contigo, a Enver lo recibieron con honores reales.
– Papá, lo siento, no te quise engañar, pero mamá se hubiera puesto…- iba a decir “histérica” pero se aguantó a tiempo. Sintió un alivio enorme al decir esto, las aguas comprimidas de su culpabilidad se derramaron y sintió el peso del enorme esfuerzo que había hecho para no contarle a sus padres de sus planes.
Meir lo miró de forma seria pero no dijo nada y caminaron un poco más en silencio.
– ¿Y Akram porque no saludó?- preguntó Meir.Al escuchar esto David se sintió desnudo. Meir por su parte sonrió ante la inocencia casi infantil de su hijo y la facilidad con que podía leer sus emociones. Sintió ternura al verlo de su estatura, con el anhelo adolescente de ser tomado en serio.
Le puso el brazo sobre el hombro, suavemente, y así caminaron hasta la casa, debatiendo sin interrumpirse sus mutuas preocupaciones sobre el rumbo que tomaba la cuidad y a cada rato sorprendiéndose como coincidían sus opiniones, David con orgullo que su padre le hablara como a un adulto, y Meir con el feliz alivio de ver a su hijo convirtiéndose en una persona cercana, un posible amigo. Las ideas radicales y crueles de los bolcheviques les eran igual de ajenas que el oscurantismo medieval de los basmachi y el depuesto emir. En su deseo de autonomía para la región, el gobierno de la Joven Bujará se escindía entre estos dos extremos indeseables. ¿Sería el nombre de Enver Pacha suficiente para dar peso al gobierno, y ayudarlos por un rumbo moderado?
***
Tras una estancia de tres días, Enver Pasha salió de la ciudad con el pretexto de una cacería de la que no regresó jamás. Se fue acompañado por dos ministros de La Joven Bukhara. Se dirigieron hacia el este, hacia el valle de Fergana, donde se unieron a los basmachi para crear la patria única de todos los turcos. En poco tiempo Enver encabezó la rebelión. Inicialmente su mensaje pan-turkista le ganó aliados y logró una semblanza de unidad en un movimiento tribal y fragmentado. Inevitablemente sus ínfulas de grandeza le ganaron enemigos y sus tropas fueron mermando. El 4 de agosto de 1922 un destacamento del ejército rojo lo alcanzó cerca de Baljuwa. Los reportes más verosímiles indican que Enver encabezó una carga de caballería frontal hacia las tropas rusas, mostrando sus incurables limitaciones militares. Tres disparos lo mataron antes que cayera del caballo.
A Meir, David y Alexandra les esperaba el invierno interminable del estalinismo.